lunes, 2 de septiembre de 2013

De manifestaciones y carnavales

Uno de los aspectos más retomados del filósofo y crítico literario ruso Mijail Bajtín es su análisis de cultura carnavalesca, en la que en oposición a las estructuras sociales jerárquicas de la alta edad media y el renacimiento, en los carnavales se daba una anulación / inversión del orden social, donde las normas se rompían, y por un momento hasta el rey se convertía en bufón. De acuerdo con Slavoj Zizek, este tipo de rituales lejos de una liberación, significaría la mejor expresión de lo que Lacan llamaba el “imperativo del goce”, donde el participante se encuentra obligado a transgredir la norma, y a disfrutarlo… Además, señala que de acuerdo con algunos exégetas recientes de Bajtín (dato que habría que corroborar), el principal referente del pensador ruso para imaginar el funcionamiento de la cultura carnavalesca no eran los carnavales sino… las purgas del período stalinista. Sí, el referente empírico del autor sobre una anulación de las jerarquías eran esos rituales donde el gozo consistía en la cosificación y el ejercicio de la violencia hacia el otro; donde generales y soldados rasos se volvían iguales en la transgresión de la norma: la violencia hacia los traidores. En este sentido, estaríamos frente a una situación indudablemente perversa, no solo porque el participante en el ritual se encuentra autorizado para ejercer todo tipo de violencia y sadismo sobre sus víctimas, sino porque además de disfrutar de esta “libertad”, no está obligado a responder por ella, ya que este ejercicio de la violencia se hace en nombre de un Gran Otro que no puede equivocarse, en este caso, el Estado y la Revolución, simultáneamente.
            ¿Qué pasaría si, detrás de las manifestaciones que se dan de manera recurrente en nuestro país, no se encontraran ideales sino un profundo y perverso deseo de ejercer libremente la violencia? Pensémoslo bien, tanto los granaderos como los anarquistas, porros, paleros, o demás motes que solemos darle a los manifestantes, poseen sólidas justificaciones éticas para sus actos. Defender el orden público y la paz social, transformar al país, hacer la revolución, cuidar la nación de los traidores… la lista se puede prolongar. Y al momento de actuar, tampoco hay gran diferencia. Ciertamente hay toda una tradición que representa a las masas como una fuerza anárquica que hay que contener, y que atraviesa desde las críticas de Lucas Alamán al movimiento de independencia hasta la última película de Batman, y nunca faltan las voces incisivas que en repetidas ocasiones, en los medios de comunicación o hasta en los púlpitos, han venido señalando la falta de voluntad del gobierno para poner orden, especialmente ante las manifestaciones de origen magisterial. Pero ¿la actuación de nuestras fuerzas públicas es diferente? ¿No fue la intervención de la fuerza pública en Atenco un auténtico carnaval para los agentes del orden, donde el portar un uniforme te permitía transgredir lo establecido, saciar la sed de sexo y de violencia sin tener que rendir cuentas a nadie por ello?
            No estoy seguro si este tipo de acción / reacción sea la dialéctica que mueve la historia, o si es la inevitable lucha que los héroes deben enfrentar para salvaguardar el orden ante las fuerzas del caos. Pero de lo que estoy casi seguro es que, usando el lenguaje coloquial “cuando empiezan los chingazos”, los ideales de uno y otro bando pasan a segundo término, y la violencia se convierte, aunque sea por unos instantes, en un fin en sí mismo… Y ¿por qué no? Si al llegar a mi casa con un ojo morado puedo hacer un efectivo juego de lenguaje, diciéndole a mis padres que todo fue por el bien común, y al recordar la anécdota con los “compas” puedo gozar nuevamente y reír sobre los madrazos que le di a los cerdos capitalistas o a los hippies revoltosos, según sea el caso; y siempre habrá medios que me apoyen, desde el periódico de izquierda que me convertirá en un héroe por enfrentar la violencia del régimen, o el noticiario conservador que resaltará la legitimidad de mis actos en tanto representante del Estado.

            Y así, mientras tratamos de cambiar el mundo o de que siga igual, salir a las calles sigue siendo una suerte de ritual, donde por un momento se rompe el orden, y todos son iguales, sujetos más o menos armados, y con permiso para hacer lo que en otros momentos está prohibido. Algunos antropólogos, la mayoría con visiones más o menos estáticas o ahistóricas de las sociedades, han planteado que en casi todas las culturas existen rituales donde se permite y canaliza la violencia, anulando por un momento las desigualdades, para obtener cierto equilibro social y que las cosas después vuelvan a la normalidad. La mayoría de las veces pensamos en que esta función la cumplen espectáculos como la lucha libre, pero ¿Qué pasaría si las manifestaciones violentas fueran en el fondo eso? ¿Y si en lugar de transformar, contribuyeran indirectamente al sostenimiento del orden? Si así fuera, tanto quienes exigimos cambios como los amantes del orden nos veríamos obligados a ser autocríticos, y a resignificar tanto la figura del manifestante como la del policía, o de plano, a seguir con el mismo cinismo de siempre.

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