lunes, 26 de noviembre de 2018

De regreso en Tijuana


Era domingo por la mañana. Un amigo, Pedro, me había invitado días atrás a una manifestación en la línea. Me dijo que se estaban organizando varios grupos para protestar, pero que no se hizo por medio de un "evento" de facebook para que no se colaran fachos. Pensé en darme la vuelta, más que otra cosa, por curiosidad. Yo había escuchado rumores, por varias fuentes, de que gente de la caravana intentaría cruzar ese día por San Ysidro. Varias personas me mandaron noticias del asunto. Cuando iba en el camión azul y blanco, mi amigo me avisó que la manifestación se suspendía. De todas maneras quise ir, total, ya iba en camino.

Me bajé en la parada del autobús más cercana a la nueva garita peatonal. Aunque los puertos de entrada a Estados Unidos estaban cerrados, se veía mucho movimiento. Me era difícil identificar quién era quién. Gente desaliñada y cansada siempre se ve por ese rumbo ¿quiénes eran deportados y quiénes centroamericanos de la caravana? Entre la multitud vi a no pocos afrodescendientes, unos hablaban inglés, otros creole, unos más, español con acento catracho. Unas patrullas habían cerrado las calles hacia la garita. Caminé por esa plaza medio abandonada que lleva hacia el otrora célebre puente México. No era el único curioso. Mucha gente tomaba fotos y video desde el puente hacia la canalización del río. Como siempre, podía percibirse el mal olor del agua que corre por ahí. A lo lejos, se veían dos contingentes. Uno, de policías federales ataviados como granaderos, resguardando el puente más alto. Otro, de centroamericanos que intentaban cruzar al vecino país por el canal.





Me tomó tiempo atreverme a preguntarle a la gente qué había pasado. Temía incomodar u hostigar a las familias hondureñas, ya bastante mal les ha ido a muchas por acá. A diferencia de los refugiados sirios o libios en Europa, acá cuesta trabajo distinguir quién es extranjero y quién no. Tenemos el mismo color de piel, y con variaciones, hablamos el mismo idioma. Me impresionó ver cómo se amontonaban cuando varias personas llegaron con botellas de agua. Tomé algunas fotos, charlé con algunas personas y seguí caminando hacia el otro lado del puente.
Ahí, en esos pasillos casi siempre desolados, había un par de puestos ambulantes de artesanías y curiosidades, trabajando pese a que la línea estaba cerrada. Una familia de centroamericanos estaba comprando. Eran una pareja y tres infantes. Uno de ellos en brazo, otro, se entretenía empujando una carreola. La pareja compró unos rosarios. Se los puso en el cuello a sus hijos, luego se los pusieron ellos y se persignaron. No me atrevía tomarles foto, pero no he podido sacar esa escena de mi cabeza.
Salí del puente y di la vuelta a la manzana. No se veía ninguna patrulla, ningún policía. En ese caso, eso podía ser un problema, pues personas del contingente atravesaban la vía rápida. Muchos conductores sonaban agresivamente el claxon, y varios les gritaban cosas. Temí que fueran a atropellar a alguien, pero afortunadamente, eso no pasó. Ahí pude hablar con una familia y con dos personas que tienen sus negocios por ahí. Me agradó no encontrar una actitud hostil en estos últimos. Uno de ellos me decía que sería mejor si intentaran cruzar por el desierto de Mexicali, que ahí hay menos vigilancia. También me confirmó que los coyotes cobran por lo menos 8 o 10 mil dólares por cruzar a alguien, y estuvo de acuerdo en que tal vez ellos eran quienes más dinero estaban “perdiendo” con todo esto.


Escuché mi nombre. Era un exalumno mío, Marco Aurelio, un excelente fotógrafo. Hablamos un rato. Él cubría el evento desde la mañana. Ya era una plática de 6 personas, aunque la mujer y los niños presentes en poco participaron. Ella abría una bolsita de dulces y la repartía entre sus hijos, quienes se entretenían con algunos juguetes que llevaban consigo. Él nos contó que llevaba más de un mes que habían salido de Honduras, que estaban cansados de caminar tanto. También nos dio su versión del inicio del tumulto. Un muchacho habría tocado la cerca para cerciorarse de que no estaba electrificada, y un oficial de migración respondió rociándole gas pimiento en la cara. Quienes iban con él se molestaron y comenzaron a empujar la cerca hasta que la derribaron. Los oficiales respondieron lanzando gas hacia el lado mexicano. Como suele pasarme en mi trabajo como historiador, a veces no podemos saber lo que en verdad ocurrió, pero las múltiples versiones nos ayudan a comprender lo caóticos que resultan estos episodios para quienes los viven.
Sonó una sirena que nunca había escuchado. Parecía una alarma de carro, pero hoy me entero de que es una especie de arma sónica que se utiliza a menudo en los enfrentamientos de la frontera palestino-israelí. La gente del canal comenzó a correr nuevamente. “Han de haber tirado gas, otra vez”. Se movieron, pero aún no desistían. Mi exalumno se despidió de mí. Me quedé ahí otro rato, pero tenía hambre, pues no había desayunado ni tomado café. Caminé al centro a buscar algo qué comer. Regresé una media hora después, pero ya no pude pasar, pues el área donde tuve la conversación estaba rodeada de policías, quienes además detuvieron el tránsito en la vía rápida. Luego me enteré de que intervinieron porque unos trabajadores ambulantes habían agredido a gente de la caravana, al parecer, molestos por sus nulas ventas tras el cierre de la garita. Volví al puente. Pude ver cómo la gente finalmente salía del canal. Gritaban, se percibía cierta euforia. “Los gringos no están tan fuertes como pensábamos”, escuché entre alguien que desde hacía rato se había apartado del contingente. Mientras observaba, comencé a hablar con una migrantóloga, egresada del Colef. Caminamos juntos al centro, discutiendo sobre lo sucedido, sobre la caravana, y sobre mis temores en que Tijuana se pueda convertir en un laboratorio fascista.


Fue hasta que regresé a casa de mi familia, hablé con mis padres, tuve una videollamada con mi novia, vi las noticas y cené, que pude dimensionar que había presenciado algo inaudito en mi ciudad natal. Helicópteros, granaderos, disturbios, gas lacrimógeno, balas de goma, familias completas, banderas hondureñas, "fake news", albergues rebasados, discusiones entre quienes intentan atender a los migrantes, quienes muestran un desprecio más o menos abierto, y quienes justifican su xenofobia… Luego de tres años de ausencia, y de 4 viajes en lo que va del semestre, así encuentro el lugar en el que nací.









lunes, 19 de noviembre de 2018

Tijuana, laboratorio de lo político


"La diferenciación específicamente política, con la cual se pueden relacionar los actos y las motivaciones políticas, es la diferenciación entre el amigo y el enemigo." Carl Schmitt, El concepto de lo político.


En 2016 el Partido Encuentro Social (PES), creación de evangélicos tijuanenses, lanzó como candidato al teniente coronel Julián Leyzaola. Si bien no es raro que uno se refiera a la gente de derecha como “fachos”, fue la primera vez que vi una campaña política con saludos militares hacia un candidato militar, con un historial de acusaciones por tortura y violaciones a los Derechos Humanos. Muchos de quienes lo defendían no negaban esto del todo, pero argumentaban que éstas habían sido hacia delincuentes, malandros, narcotraficantes y sicarios. No ganó, aunque gente cercana a mí votó por él y hasta trabajó en su campaña; alegaron fraude. Otros, para evitar que un candidato como él llegara al poder, votaron por el PAN. Ganó un candidato que bien podrían haber sacado de una película de humor negro mexicano, “el Patas”.

Durante la campaña para las elecciones presidenciales de este año, pude ver dos de los debates con amistades brasileñas. Coincidían en que un candidato como el Bronco nos daba risa porque sabíamos que no tenía posibilidades reales de ganar, pero que, de otro modo, habría bastante que temer. El triunfo de Bolsonaro no sólo les dio la razón, sino que nos permitió ver la articulación política de las derechas latinoamericanas del siglo XXI en un tono aún más radical que el que se observó en Estados Unidos con Donald Trump. No es sólo la xeonfobia y el racismo, sino un discurso que apuesta por la militarización y la represión, al tiempo que se muestra favorable al libre mercado. Esta vez no son los jerarcas de la iglesia católica, sino muchas iglesias evangélicas, con un acelerado crecimiento tanto en los sectores populares como en las clases medias, quienes dotan no únicamente de una justificación religiosa a un régimen de este tipo, sino que además funcionan como mecanismos de movilización electoral. Para acabar con la corrupción, hay que volver a la dictadura, Deus vult.

            No faltó quien alertara del riesgo de que esto se replicara en México. Tampoco quien respondiera diciendo que las condiciones eran sumamente distintas, y que esto sería poco probable, pese a las decepciones que inevitablemente nos traerá la 4ta transformación. Las primeras señales reales aparecieron con la “marcha fifí”. Si bien la derecha lleva años saliendo a marchar a las calles, casi siempre para defender la familia y los valores, incluso la que tiene filiaciones fascistas (sobre eso escribí un par de cosas en 2016), esa manifestación dejó ver a más de una persona con pancartas que decían “no a los extranjeros indeseables”.

            Las cosas comenzaron a volverse más complicadas con el arribo de la caravana de hondureños. Las autoridades cerraron unas puertas que por años habían permitido el paso de contingentes similares, y el ingreso de los centroamericanos se dio en condiciones de un tumulto similar al de los braceros mexicanos que cruzaron a Caléxico en 1954. No tardaron en aparecer noticias, unas más falsas que otras, sobre los malos comportamientos de estos extranjeros. También circularon, desde los grandes medios nacionales, teorías de la conspiración que afirmaban que era gente pagada por Trump para estar en la frontera en día de las elecciones. No llegaron a tiempo ni a la frontera Texana, donde la guardia nacional los esperaba. Días después arribaron a la ciudad de Tijuana.

Sobre todo esto ya se ha escrito, al calor y con la premura del momento. Tengo poco que añadir al respecto. No soy sociólogo, demógrafo, antropólogo ni periodista, sino historiador. Los que saben ya han hablado. No obstante, hay una coincidencia geográfica y temporal, aunque con un par de años de desfase, en varios elementos claramente identificables en el ascenso de las derechas. Tanto la campaña de Leyzaola como las manifestaciones anti-inmigrantes hacen de Tijuana un escenario donde comienzan a materializarse varios de los peores temores de la política contemporánea. Y es que aún en los peores delirios de los “pejezombies”, símbolo para muchos de la “intolerancia”, nunca había visto que un adversario político, en este caso, alguien que defiende los derechos de los migrantes, recibiera amenazas como las que una exalumna mía recibió el viernes pasado por “vende patrias”. Más aún, desde las campañas anti-chinas de los años 20 y 30 (que mi profesora Catalina Velázquez conoce mejor que yo), no había visto que las autoridades intentaran capitalizar políticamente la xenofobia, como ocurrió con “el Patas” el pasado viernes en cadena nacional, diciendo una frase que hace eco de los nostálgicos de las dictaduras militares en Sudamérica: “los derechos humanos son para los humanos derechos”. Además, como sacado de un episodio de Los Simpson, propuso hacer una consulta ciudadana para ver si la caravana se queda o no en la ciudad… Ayer, el presidente de Estados Unidos volvió al Patas una figura internacional con un twitt.

El próximo año habrá elecciones estatales en Baja California. En 2018, Morena arrasó en este estado, y sembró la esperanza de que luego de 3 décadas veríamos salir al PAN. Entre otras cosas, porque el actual gobernador intentó privatizar el agua para poner una desalinizadora. Uno pensaría que el hartazgo de “la gente” puede llevarnos a grandes cambios, y espero que así sea. Pero durante los últimos días, la ciudad donde nací nos ha mostrado que las discusiones políticas, y una suerte de fascismo latente que hemos visto surgir en Europa del Este, en Sudamérica y en las Filipinas, ya están en México, y no tienen planeado irse pronto.

No tengo ganas de discutir. No tengo la cabeza lo suficientemente fría para hacerlo y convencer a nadie de nada. Tampoco quiero pasar por los mismos lugares comunes de que “no hay que generalizar”, “hay que respetar las opiniones de los otros” (aún cuando son racistas, clasistas, xenófobas…), y demás cantaletas que no sé si nos han llevado alguna vez a algún lugar. Mucho menos me interesa hablar en nombre de la "verdadera Tijuana", como a muchos les ha dado por hacer con un discurso nativista que apesta a rancio. Sin embargo, pienso que tal vez en nuestro afán de mostrar una Tijuana cosmopolita, multicultural y hospitalaria, no fuimos capaces de ver que, en la ciudad más visitada del mundo, y si negar nada de esto, llevan décadas incubándose también las peores emociones de la humanidad. Después de todo, además de estar en los márgenes de una de las mayores economías del mundo, somos desde hace un año el municipio más violento del país.