lunes, 25 de septiembre de 2017

Tlayecac

Era el viernes 22 de septiembre, el tercer día después del sismo. Más allá de la notable inutilidad de nuestra profesión en estas situaciones, varios de mis compañeros nos habíamos puesto a ayudar en el centro de acopio que se armó en el colegio. A diferencia de la UNAM, con una larga tradición de organización estudiantil, estas cosas son nuevas para nosotros. Un día antes, por la tarde – noche, nos habían pedido algunos voluntarios para entregar y descargar un camión con víveres en el campus de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos en Cuautla. Al final nos juntamos ocho.
            Yo no conocía Morelos. Mi cuñado nació en Jojutla, uno de los pueblos más afectados por el sismo. Aún así, desde que llegué a la Ciudad de México me he dado cuenta de que ese estado es una referencia de alteridad para la capital del país, un escenario rural por donde han desfilado desde los bandidos del siglo XIX hasta figuras icónicas de la izquierda, tales como Emiliano Zapata, Rubén Jaramillo, Lucio Cabañas, Sergio Méndez Arceo…
            Antes de partir decidimos quitar la lona del camión que decía “El Colegio de México”, pues desde la noche anterior circulaban historias de varios transportistas  que habían sido  redirigidos a la sede del DIF por la policía estatal, al parecer por órdenes del gobernador. Querían etiquetar las despensas con el sello del gobierno “¿En qué pinche país vivimos?” decía molesto un amigo, donde llevar despensas, agua y botiquines es como llevar contrabando. Como siempre, las autoridades lo negaron, diciendo que solo se escoltaba a los transportistas por seguridad, y calificaron los testimonios, siguiendo los pasos de Trump, de “noticias falsas”.
            Tuvimos suerte. En la caseta de Cuernavaca había un camión con víveres detenido por la policía. A nosotros no nos dijeron nada. Llegamos sin muchos problemas al lugar de destino. En la entrada había un guardia armado, y afuera una patrulla municipal, según supe, para que fueran por nosotros si la policía estatal nos detenía. En el campus había pancartas de protesta contra el gobernador, Graco Ramírez, por retener presupuesto de la universidad. Nada nuevo en este país. Lo más grave, en ese lugar, era que los edificios, construidos hacía apenas un año, tenían daños severos. Al parecer habían quedado inservibles con el sismo.
            Descargamos el camión. La historia sirve para poca cosa. Me eran más familiares las experiencias rurales o las “misiones” de la Ibero, cuando era profesor hace unos siete años, o cuando trabajaba como abarrotero hace diez. La gente de Cuautla estaba bien organizada. Una profesora de la UAEM, egresada del Colegio de México, coordinaba una red de distribución de víveres a las comunidades aledañas. Teníamos hora de regreso, pues nos llevó un chofer del colegio. Igual nos ofrecimos a pasar por alguna de las comunidades. Nos sugirieron Tlayecac.
            El poblado está como a ocho kilómetros de Cuautla, en el municipio de Ayala. Según leí después, hay asentamientos humanos ahí desde el año 1,300 a.C. Puede que no queden muchos rastros de un pasado tan remoto, pero la época colonial se siente presente al ver la iglesia de San Marcos, la cual pertenecía a un convento agustino de comienzos del siglo XVII. Hoy ya no está el convento, pero la comunidad, aunque ejidal, está articulada alrededor de la iglesia, el panteón, la ayudantía municipal y la escuela. Todos esos edificios quedaron dañados por el sismo.
            A tres días del temblor, las autoridades no habían llegado al lugar. Según nos dijeron, solo pasó gente del INAH, y diagnosticaron que el templo y el puente de la entrada al pueblo, ambos considerados patrimonio cultural, habían resultado dañados. Llevábamos algunas cobijas, agua, botiquines y materiales de limpieza. Aunque no hubo muertos, casi un tercio de la población se había quedado sin techo. Muchos habrían de dormir en el salón ejidal. De 740 casas que hay en el pueblo, 225 estaban seriamente dañadas. Era un patrimonio familiar de varias generaciones.
Entre el contingente había un antropólogo, quien rápido contactó a los líderes de la comunidad, los grabó, y ofreció nuestro apoyo para, cuando menos, dar cuenta de lo ocurrido y visibilizarlo. Fuimos a varias casas. Mis compañeros tomaron fotos de los inmuebles dañados. En uno de los lugares que visitamos, las construcciones de tres generaciones estaban inhabitables. La primera en caer era la casa que habían construido los abuelos. Hablé con una profesora de Cuautla, que estaba ahí acompañando a su familia. Se notaba preocupada. Como no se había extendido el turno en el Kinder donde trabaja, ya no había niños a la hora del sismo, "si no, no sé que hubiera hecho con mis niños de 3 años". Conforme pasaban los días, aparecían más grietas, y la casa más nueva dentro del terreno familiar se volvía más peligrosa. 
Nunca habían pasado por algo así. Pregunté por el 85. Me dijeron que aunque se sintió fuerte, nada se había dañado, salvo uno de los campanarios de la iglesia. Ahí no se guardaba la misma memoria que en la ciudad sobre esa catástrofe. La gente se sentía afortunada de que no hubiera muertos ni heridos, pero estaban preocupados por los daños y la reconstrucción. De la iglesia, rápido sacaron a los “santitos”. Una pared del panteón se fracturó, y según dijeron, un día antes de que fuéramos se podía percibir el olor…
Llegó un camión que decía DIF. Por lo antes dicho, me asusté. Pero no era el DIF de Morelos, sino de un municipio de Hidalgo. Llegó primero la ayuda desde allá. Regresamos preocupados, pues lo poco que hicimos parecía insignificante ante lo que podíamos ver. “Esto va para largo” dijeron varios.
Al día siguiente nos despertó la alerta sísmica. Fue por una réplica de 6.1 grados que casi no se sintió. La alarma fue suficiente para que dos señoras de edad avanzada fallecieran por un infarto, y que un tercero, asustado, se lanzara por una ventana en una de las zonas afectadas de la Ciudad de México. En Oaxaca se cayeron dos puentes. La buena noticia fue que la gente de Cuernavaca, durante el viernes, no sólo increpó al gobernador, sino que además tomaron las bodegas del DIF y repartieron lo que ahí se había acaparado.

Como Tlayecac, hay muchos pueblos que por ser parte del México rural, ese al que solemos culpar cuando el PRI gana las elecciones, resultan apenas visibles dentro del caos que los terremotos han venido causando. Pero dentro de ese caos, es posible encontrar solidaridad, entrega y hospitalidad. No es un asunto de nacionalidades. Muchos de mis compañeros que han estado al pie del cañón son extranjeros. No ha dejado de temblar. Ya sea en la Roma o en Tlayecac, esto va para largo.


(Fotografía de Günther Hasselkus)

sábado, 23 de septiembre de 2017

Tembló

Era como la una de la tarde. Estaba en el nuevo edificio de la biblioteca del colegio. Intentaba avanzar en el primer capítulo de mi tesis. Justo durante la mañana había revisado los testimonios del primer obispo de Baja California sobre la misión de la Purísima, que había sido destruida durante un terremoto en 1810. Comenzó a temblar. La alarma sísmica vino después. Apenas dos horas antes habíamos hecho un simulacro, conmemorando el sismo del 85, ocurrido un día como ese, 32 años atrás. Yo ni siquiera había nacido entonces, pero por esos años llegaron muchos “chilangos” a mi rancho. Según la opinión de muchos, salieron huyendo del terremoto. Como buenos pueblerinos, los tijuanos somos medio xeonfóbicos con los foráneos. Aún así, mi hermana y uno de mis hermanos se casaron con gente de por estos rumbos. Yo no lo viví, pero me han contado tanto sobre ese sismo que de alguna manera lo recuerdo.
Hacía días que acababa de temblar. En casa casi no lo sentimos. Fue por la “alerta sísmica” que despertamos y bajamos al patio; 8.2 grados. Acá en la Ciudad de México, como buenos “millenials”, hicimos memes. Solo se cayó una barda que aplastó un carro. Dos estados del sur quedaron destruidos. Según algunas fuentes, hubo cerca de 100 muertos, como 80 mil casas dañadas en Chiapas y 50 mil en Oaxaca. Conozco poco esos estados. Ambos tienen de los mayores índices de pobreza y población indígena. Sabrá Dios cuánto les tomará recuperarse.
Mis mayores recuerdos durante el sismo eran del 2010. Yo regresaba a Tijuana de una semana de “misiones” con mis alumnos de la preparatoria de la Ibero. Cosas de jesuitas. Era cumpleaños de mi papá, 4 de abril. Salí a la tienda a comprar cervezas. Primero vi caerse las “sabritas” del estante, luego, el piso y las torres de la iglesia moverse. Cuando terminó, veía los cables moverse como columpios. Solo entonces temí por mi vida, pero ya había pasado. Compré las cervezas y volví a la casa. Todos estaba afuera. La “cura”, como decimos allá, era que mi mamá, aún con problemas para caminar, fue la primera en salir. Mi hermana y su familia venían en carretera por Mexicali, donde fue el epicentro. Nos preocupamos por ellos, pero como viajaban en carro, ni siquiera lo sintieron.
La sensación en mis piernas era parecida a la de ese entonces, solo que esta vez no estaba en piso firme, sino que bajaba por unas escaleras metálicas de caracol y tenía gente detrás de mí. Estaban más asustados que yo. Quizá debí haber corrido, pero no sé por qué me ceñí al protocolo. Los ventanales del nuevo edificio se movían. Cuando llegamos al punto de reunión, creo que nadie dimensionaba la magnitud. Pero, si en el sur, una zona con suelo volcánico, se había sentido así ¿qué esperar del resto de la ciudad? Circularon noticias de un edificio derrumbado por la colonia Roma.
Mi primera preocupación era que no traía celular y no podía comunicarme con mi novia. Le pedí su celular a Óscar, un compañero de mi generación, pero no entraba la llamada. Cuando regresé a donde estaba mi laptop, no vi que ella estuviera en línea desde hacía una hora. Saqué dinero del cajero automático y salí hacia la casa. Había gente que se quedó en el colegio, pues, como dije, desde ahí no podíamos dimensionar el sismo. Intentaban sacar libros o leer, pero eventualmente los desalojaron. Se habían suspendido las actividades.
Apenas alcancé un camión. Había tráfico. La gente compartía videos en sus celulares de edificios derrumbándose. Solo entonces comencé a figurar la gravedad de lo ocurrido. Cuando llegué a mi parada, los semáforos no servían. Estudiantes de la UNAM dirigían el tráfico. Estaba preocupado por lo que podría haber pasado en casa. El vecindario estaba completo, pero sospechosamente silencioso. No había energía eléctrica. Mi novia y la pareja que nos renta estaban bien, pero casi incomunicados. No había señal de celular.
Tardé algunas horas en poder comunicarme con mi rancho. Mi suegra le había marcado a mi hermano para que le dijera a mi familia que estábamos bien. Había un restaurante con energía eléctrica e internet a un lado de la Mega Comercial. Muchos amigos estaban preocupados por nosotros, teníamos muchos mensajes. Regresamos a casa ya oscureciendo, el servicio había estado lento, pero no había manera de reprocharlo, quienes trabajaban ahí estaban en shock, como todo el mundo. La gente caminaba por la calle con el rostro desencajado. Compras de pánico y una sensación extraña. Era de esos silencios que no transmiten paz, sino otra cosa.
La energía eléctrica volvió después de las 9 de la noche. Una hora antes la UNAM había convocado brigadas en CU. No alcanzamos a ir, pero se reunieron como 1,500 brigadistas voluntarios. Esperábamos ir a la mañana siguiente, pero rectoría avisó que no eran necesarias más manos, por lo pronto. A la mañana siguiente fuimos a la Colonia Roma. Varios edificios destruidos. Acá no tenemos cascos ni herramientas. Tampoco somos médicos, enfermeros o psicólogos. Salvo armar botiquines, en poco pudimos ayudar. Nunca ser historiador me hizo sentir tan inútil. No nos pudimos colar para ir a Xochimilco, a donde había llegado poca ayuda. Dos horas después, la entrada a San Gregorio se saturó de tanta gente que fue.
Regresamos a casa. Ahí vi que se estaba organizando un centro de acopio en el colegio. Contacté a un amigo que vive por estos rumbos, fuimos a comprar algunas cosas y estuvimos ayudando un rato. En el camino, comentábamos cómo la movilización era impresionante, pero había poca organización. No es para menos. Quienes salieron a ayudar fueron gente que vivió el sismo. Pedir más de lo que la “sociedad civil” ya está haciendo es ignorar por completo el carácter traumático de una experiencia como esta.
Van más de 200 muertos en las zonas afectadas. 7.1 grados en la capital causó más daños que los 8.2 de hace 12 días en los estados más pobres. Sobre Chiapas y Oaxaca, dije en su momento que no solo era la naturaleza, también la pobreza y la desigualdad. Las costureras atrapadas en la fábrica son muestra de ello. Hay algunas cosas que de repente parecen más complicadas. Varias de las zonas más afectadas en la Ciudad de México fueron donde hay rentas más caras. Esos lugares sobre los que suelo expresarme de no muy buena manera, habitados por “hipsters”, llenas de restaurantes orgánico-artesanales con comida horrible y cara; donde a pesar de ser una zona “trendy”, hay muchísimos asaltos y denuncias por acoso; donde viven hacinados 10 roomies para poder pagar el alquiler… Ahí llevan años levantándose construcciones y remodelándose edificios viejos para vender y rentar departamentos carísimos. Fue una zona sumamente afectada en el 85, pero no sé si sea correcto decir que la nota se “repitió”. Inmobiliarias, sin trabas por parte del estado, le vendieron casas de cartón sobre un lago a la clase media alta de la ciudad...

Acá en Chilangópolis, como suelo decirle, sobra la ayuda. Los chilangos pueden ser gente de lo más solidaria y entregada en estas situaciones. En el México rural que nos rodea hay menos apoyo. En realidad he hecho muy poco, y aún así estoy cansado. Quiero pensar que algo se rompió dentro de nosotros. Personalmente, no quiero que todo regrese a la normalidad. Al contrario, quisiera que las cosas no vuelvan a ser como antes.