miércoles, 11 de diciembre de 2013

Hay muertos que no deberíamos enterrar


Independientemente de la forma en la que estemos dispuestos a entender el relato de la “resurrección”, hay un aspecto que vale la pena tener en cuenta, el que los primeros “cristianos” se negaron a dar por muerto a aquel que, junto con su proyecto que llamaron “reino de Dios” –tal vez mas por la falta de otros referentes lingüísticos que por la literalidad del término “reino”–, tanto las autoridades judías como las romanas intentaron desterrar hacia el mundo de los muertos. Más aún, al poco tiempo de haber sido asesinado su líder y amigo, los discípulos se dieron cuenta de que “enterrarlo” y “darlo por muerto” no había sido el procedimiento más adecuado para lidiar con el duelo, aunque su cultura así lo establecía; tampoco lo era “mirar hacia el cielo” y simplemente contemplarlo como divinidad. Lo que tocaba era ir a anunciar ese “reino de Dios”, no como si la crucifixión no hubiera ocurrido, sino por el contrario, con mayores deseos de ver consumada esta promesa, porque solo sucediendo esto pudieron recibir “espíritu santo”, lo que los llevó a realizar “milagros” aún mayores que las de su maestro.

            Ciertamente carezco de los elementos teóricos y de los recursos literarios para llevar a cabo un análisis profundo sobre la forma en que nuestra cultura occidental se relaciona con los muertos, lo cual bien podría ser el trasfondo de disciplinas y discursos como la hagiografía y la historia, pero pienso que no es algo que debamos dar por sentado, y simplemente “enterrarlos”. Esto lo digo a propósito de la muerte de Nelson Mandela, que trazando una analogía anacrónica, sería algo así como la versión contemporánea del apóstol Juan, quien vivió por largos años, mucho después de que sus co-discípulos fueran martirizados y asesinados, y que literalmente falleció esperando ver consumada la promesa a la que entregó su vida, el “reino de Dios”. Algo similar ocurrió con Mandela, quien a diferencia de otros líderes que encabezaron importantes movimientos sociales hacia la segunda mitad del siglo XX –pienso en Gandhi, Martin Luther King o en Monseñor Romero, por mencionar algunos–, no fue asesinado y vivió hasta los 95 años. Pero al igual que Juan, tampoco pudo ver realizados sus sueños y sus deseos; ciertamente cayó el apartheid, y en Sudáfrica hay democracia, pero tanto su país como el resto del continente africano se encuentran muy lejos del futuro que tanto Mandela como muchos de los que participaron en su movimiento esperaban, especialmente en lo relativo a la justicia social.

Y este es precisamente el punto sobre el que quisiera reflexionar, no porque piense que la obra de Mandela fue una suerte de victoria pírrica o de fracaso, sino porque ante toda la parafernalia desplegada, a la que asisten numerosos jefes de estado y celebridades, no puedo evitar preguntarme ¿No estaremos enterrando, junto con el cuerpo, sus deseos? ¿No resulta más cómodo celebrar sus logros que preguntarnos qué es lo que hizo falta consumar de su proyecto y asumir esa agenda como nuestra? ¿Debemos dar por muerto a Mandela y limitarnos a recordarlo como una especie de santo secular, o toca aferrarnos como él lo hizo, a los deseos, hoy tan utópicos como siempre, de vivir en un mundo más justo?


Se cuenta que cuando Monseñor Romero recibió las primeras amenazas de muerte, llegó a decir algo así como: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño, y que cuando terminó la guerra civil, se celebró públicamente su resurrección. Pienso que la dimensión más provocadora y difícil de aceptar del relato cristiano es esa, no el creer que un muerto pueda levantarse de una tumba, sino asumir como propios y actuales los deseos de justicia de aquel cuyo cuerpo ya no está en la tumba. En sus tesis sobre filosofía de la historia, Walter Benjamin propone algo similar, cuando afirma que “la revolución” no solo busca redimir a las generaciones presentes, sino a todos los fantasmas de las revoluciones pasadas, cuyos proyectos quedaron inconclusos. Así, mientras exista la segregación racial, el fantasma de Mandela seguirá rondando por este mundo, e indudablemente muchos intentarán exorcizarlo y mandarlo al mundo de los muertos, donde en su calidad de santo, será incapaz de seguir atormentando nuestro presente democrático y post ideológico; aunque para otros, más que un fantasma, será visto como un cuerpo transfigurado, como un espíritu capaz de inspirar mayores luchas y obras, y a tratar de ver consumado lo que inició.


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