Independientemente
de la forma en la que estemos dispuestos a entender el relato de la “resurrección”,
hay un aspecto que vale la pena tener en cuenta, el que los primeros “cristianos”
se negaron a dar por muerto a aquel que, junto con su proyecto que llamaron “reino
de Dios” –tal vez mas por la falta de otros referentes lingüísticos que por la
literalidad del término “reino”–, tanto las autoridades judías como las romanas
intentaron desterrar hacia el mundo de los muertos. Más aún, al poco tiempo de haber
sido asesinado su líder y amigo, los discípulos se dieron cuenta de que “enterrarlo”
y “darlo por muerto” no había sido el procedimiento más adecuado para lidiar
con el duelo, aunque su cultura así lo establecía; tampoco lo era “mirar hacia
el cielo” y simplemente contemplarlo como divinidad. Lo que tocaba era ir a
anunciar ese “reino de Dios”, no como si la crucifixión no hubiera ocurrido,
sino por el contrario, con mayores deseos de ver consumada esta promesa, porque
solo sucediendo esto pudieron recibir “espíritu santo”, lo que los llevó a
realizar “milagros” aún mayores que las de su maestro.
Ciertamente carezco de los elementos
teóricos y de los recursos literarios para llevar a cabo un análisis profundo
sobre la forma en que nuestra cultura occidental se relaciona con los muertos,
lo cual bien podría ser el trasfondo de disciplinas y discursos como la
hagiografía y la historia, pero pienso que no es algo que debamos dar por
sentado, y simplemente “enterrarlos”. Esto lo digo a propósito de la muerte de
Nelson Mandela, que trazando una analogía anacrónica, sería algo así como la versión
contemporánea del apóstol Juan, quien vivió por largos años, mucho después de
que sus co-discípulos fueran martirizados y asesinados, y que literalmente
falleció esperando ver consumada la promesa a la que entregó su vida, el “reino
de Dios”. Algo similar ocurrió con Mandela, quien a diferencia de otros líderes
que encabezaron importantes movimientos sociales hacia la segunda mitad del
siglo XX –pienso en Gandhi, Martin Luther King o en Monseñor Romero, por
mencionar algunos–, no fue asesinado y vivió hasta los 95 años. Pero al igual
que Juan, tampoco pudo ver realizados sus sueños y sus deseos; ciertamente cayó
el apartheid, y en Sudáfrica hay democracia, pero tanto su país como el resto
del continente africano se encuentran muy lejos del futuro que tanto Mandela
como muchos de los que participaron en su movimiento esperaban, especialmente
en lo relativo a la justicia social.
Y
este es precisamente el punto sobre el que quisiera reflexionar, no porque piense que la
obra de Mandela fue una suerte de victoria pírrica o de fracaso, sino porque
ante toda la parafernalia desplegada, a la que asisten numerosos jefes de
estado y celebridades, no puedo evitar preguntarme ¿No estaremos enterrando,
junto con el cuerpo, sus deseos? ¿No resulta más cómodo celebrar sus logros que
preguntarnos qué es lo que hizo falta consumar de su proyecto y asumir esa
agenda como nuestra? ¿Debemos dar por muerto a Mandela y limitarnos a recordarlo
como una especie de santo secular, o toca aferrarnos como él lo hizo, a los
deseos, hoy tan utópicos como siempre, de vivir en un mundo más justo?
Se
cuenta que cuando Monseñor Romero recibió las primeras amenazas de muerte,
llegó a decir algo así como: si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño,
y que cuando terminó la guerra civil, se celebró públicamente su resurrección.
Pienso que la dimensión más provocadora y difícil de aceptar del relato
cristiano es esa, no el creer que un muerto pueda levantarse de una tumba, sino
asumir como propios y actuales los deseos de justicia de aquel cuyo cuerpo ya no
está en la tumba. En sus tesis sobre filosofía de la historia, Walter Benjamin propone
algo similar, cuando afirma que “la revolución” no solo busca redimir a las
generaciones presentes, sino a todos los fantasmas de las revoluciones pasadas,
cuyos proyectos quedaron inconclusos. Así, mientras exista la segregación
racial, el fantasma de Mandela seguirá rondando por este mundo, e
indudablemente muchos intentarán exorcizarlo y mandarlo al mundo de los
muertos, donde en su calidad de santo, será incapaz de seguir atormentando
nuestro presente democrático y post ideológico; aunque para otros, más que un
fantasma, será visto como un cuerpo transfigurado, como un espíritu capaz de inspirar
mayores luchas y obras, y a tratar de ver consumado lo que inició.
Y de paso, una opinión provocadora al respecto: http://opinionator.blogs.nytimes.com/2013/12/06/mandelas-socialist-failure/?pagewanted=print&_r=1
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