Quienes
me conocen, saben que no me gusta ni la navidad ni mi cumpleaños (por ninguna
razón, ambas fechas coinciden). Ciertamente
se come bien y se tiene una bonita convivencia en estos días, pero a pesar de
que al menos en este momento no me considero una persona amargada, pienso que
hay cosas más importantes en la vida que “disfrutarla”. Quizá el aspecto por el
que prefiero tomar mi distancia de esta celebración es porque es el síntoma más
evidente de la “paganización” del cristianismo, lo cual implica no solo la
adopción de símbolos ajenos a la tradición judeocristiana para expresar su fe
(algo con lo que no tengo ningún problema), sino de alguna manera, la
domesticación de la ética de los evangelios, al punto de convertir al nazareno,
el crucificado y resucitado, en un rey de este mundo, acomodado y acomodador de
muchas formas de organización social que, por lo que he podido leer en los
relatos evangélicos, no habrían de tener lugar en el “reino de Dios”.
En este sentido, mi crítica va más
allá del “consumismo” capitalista que suele recubrir el mensaje del nacimiento
del hijo de Dios, o de Dios mismo. Por el contrario, la mayoría de los símbolos
con los que solemos representar este “misterio” de la fe tienen poco que ver
con el relato evangélico de Lucas, en el que una pareja de migrantes de la
periferia palestina, obligados a movilizarse por disposiciones arbitrarias de
un imperio mundial, contemplaron el nacimiento de su primogénito en condiciones
de miseria, acompañados por un grupo de pastores. Lucas se valió de diversos
recursos retóricos, míticos y literarios para mostrarnos que el “rey” de los
judíos, sería un personaje opuesto a las figuras reales de su tiempo, al punto
de decepcionar las expectativas del pueblo judío con respecto al “mesías”.
Sí, el nazareno fue un rey. Un rey
que se rehusó a ser proclamado como tal, que cuando entró en calidad de tal a
Jerusalén, lo hizo montado en un burro, con un gesto que posiblemente haya sido
más una ironía que una demostración de realesa. Un rey que fue levantado
públicamente para ser asesinado como un criminal, y del que solo unos cuantos
fueron testigos de su “resurrección”. Un rey que prometió que al instaurarse su
reino, sus súbditos dejarían de serlo para ser considerados su “amigos”, donde
los lazos comunitarios estarían dados no por las relaciones de consanguinidad
familiar ni por los contratos sociales de dominación, tales como el matrimonio
o la esclavitud (ambos símbolos de la dominación patriarcal), sino por el amor
al prójimo y por los deseos de justicia. Un rey que no podía ser de este mundo,
no solo por su “origen divino”, sino porque ningún reino (o diríamos hoy,
ningún gobierno) podría funcionar sin fundarse en relaciones de desigualdad.
En este sentido, el mayor regalo que
podríamos recibir el día de hoy de parte del “niño Dios”, no es la posibilidad
de que se cumplan todos nuestros deseos; si esto es lo que queremos recibir,
terminaremos igual de decepcionados que quienes esperaban un mesías que acabara
con la dominación romana y restaurara el imperio de David. Si queremos la
satisfacción inmediata de nuestros deseos, tal vez deberíamos buscar en otras
tradiciones religiosas. Por el contrario, el “Dios con nosotros” de los evangelios
nos ofrece la posibilidad de transformar radicalmente nuestros deseos, y de que
éstos puedan estar centrados no únicamente en nosotros sino también en los
otros. Desear un mundo justo, sin hambre, sin dominación, sin que los pobres
mueran de hambre, frío, enfermedades fácilmente curables, o simplemente por
soledad o exclusión. Desear el bien al que esté a nuestro lado y trabajar por
él, aún y cuando su miseria haya sido culpa de sus malas decisiones; desear una
forma de vida en la que la comodidad para unos no signifique miseria para
otros. Amar y desearle el bien a nuestra familia es algo que cualquiera puede
hacer, hacer esto mismo con esas figuras anónimas, desfiguradas y excluidas de
nuestro mundo y nuestra economía, muchas veces no es algo que pueda brotar
espontáneamente de nuestro interior, sino que parecería tratarse de una “gracia”,
algo que debemos buscar, pedir, y agradecer cuando lo recibimos. Por eso mis
deseos no son que durante este año que se avecina podamos ver materializados
todos nuestros deseos, porque sé que si esto llegara a ocurrir, no habría
recursos materiales ni expresiones de afecto, reconocimiento y sumisión suficientes
para satisfacer eso que deseamos. Por el contrario, deseo y espero que, al celebrar
una tradición fundada en eso que llamamos cristianismo, comencemos, aunque sea
muy en el fondo, a soñar con el futuro que el nazareno prometió; ojalá que esta
navidad pudiéramos comenzar a buscar el “reino de Dios” y su justicia. Ése si
sería un verdadero regalo de Dios, lo demás, es simplemente vanidad, y no
necesita del nazareno ni del niño Jesús para funcionar.
¡Qué dark!
ResponderEliminarEn mi casa esta celebración es un ritual, creo que el más importante. Asistir confirma nuestra pertenencia a la tribu. Se honra la memoria de los antepasados con comida y se siembra en los niños... digamos esperanza.
Pero sí, entiendo tu punto.
Abrazos Mr.