lunes, 12 de mayo de 2014

De misas satánicas y otros demonios

En los días recientes ha circulado una noticia un tanto pintoresca sobre una de las instituciones de mayor prestigio educativo en Estados Unidos: la próxima celebración de una “misa satánica”. Este asunto ha despertado notables reacciones, sobre todo de parte de las comunidades católicas, y ha puesto de relieve toda una serie de tensiones, contradicciones, dobles discursos y demás demonios que habitan nuestro mundo “posmoderno” y “post-ideológico”.

Una de las cosas que me resultan más interesantes, es que la noticia ha comenzado a ser difundida con preocupación e indignación por muchos católicos mexicanos. Esto no es sino un síntoma de la ambigüedad con la que el catolicismo de nuestro país ha volteado a ver hacia Estados Unidos, especialmente desde los inicios del siglo XX. Y digo ambigüedad porque, cuando ocurrió el conflicto con el Estado mexicano, obispos, sacerdotes y laicos que abogaban por la modificación de unas leyes que, efectivamente eran anticlericales, pusieron a Estados Unidos como ejemplo de un país donde se gozaba de plena libertad religiosa. Ciertamente este tópico forma parte de los principios sobre los cuales se conformó el Estado norteamericano, pero no fue sino hasta este momento que los católicos estadounidenses pudieron reconocer tal cosa, pues desde la época de las 13 colonias habían sido objeto de discriminación y violencia religiosa, esto como resultado postergado de las guerras de religión y de la reforma protestante (la película Pandillas de Nueva York lo ilustra muy bien), y no fue sino hasta los años posteriores a la guerra civil que se reconoció que ser católico y ciudadano estadounidense no era una contradicción. Este contraste entre un gobierno anticatólico (como fueron calificadas las presidencias de Obregón, Calles, el maximato y el Cardenismo), afirmación que en mi opinión estamos obligados a matizar, y uno que daba plena libertad religiosa, fue utilizado inclusive por la Santa Sede en la encíclica "Acerba Animi" de 1932, donde su denuncia por la “persecución” le valió al entonces Delegado Apostólico ser expulsado de México.

Pero en los tiempos de calma el discurso se invierte. Si bien la línea del catolicismo más intransigente siempre fue “anti-yanqui”, al punto de denunciar que los arreglos de 1929 habían sido orquestados por los obispos estadounidenses y algunos mexicanos traidores que engañaron al papa, pareciera que el catolicismo no es capaz de funcionar sin un enemigo a quién culpar no solo del mal en el mundo, sino también de sus propios fracasos. Así, los años 40, época dorada del modus vivendi y de la Unidad Nacional, donde floreció la Acción Católica Mexicana y se popularizó el día de las madres (que acabamos de festejar), fue el escenario de una campaña anti protestante, donde el episcopado mexicano denunció que éstas iglesias eran una amenaza no solo para la fe católica, sino también para la unidad y la identidad nacionales. Este proceso escasamente estudiado (salvo por algunos historiadores evangélicos y no sin ciertos rasgos militantes) desembocó en algunos casos en linchamientos y quema de iglesias, siendo difícil ubicar la responsabilidad en los clérigos, que tal vez no aprendieron la lección de los años 20 (o quizá la aprendieron muy bien), en “el pueblo católico” o en las autoridades, que poco hicieron para intervenir. Así, Estados Unidos puede ser para muchos católicos mexicanos, un ejemplo a seguir o un enemigo, o las dos cosas al mismo tiempo.

Esto viene a colación por una razón muy simple, si nos tomamos en serio la libertad de cultos y de conciencia o la laicidad del Estado, y salvo que en estas misas se sacrificaran personas, o se violentaran los derechos humanos (y no los derechos naturales de la Santa Madre Iglesia), no hay ninguna razón para prohibir o denunciar los llamados “cultos satánicos”. Y si en dado caso, como muchos creyentes vienen reclamando, en México no vivimos una plena “libertad religiosa”, es necesario contemplar que, de llegar a existir, incluiría la libertad para que este tipo de cultos se celebre, y en consonancia con las demandas en el campo educativo, para que los padres de familia instruyan a sus hijos en la adoración a Satanás (Belzebú, Lucifer, o como se le quiera llamar), e inclusive para que, si los padres no están en la posibilidad de dar esta educación en casa, ésta les sea brindada en las escuelas. Sí, éstos son los problemas de la laicidad.

Por otro lado, la existencia de cultos satánicos y la posibilidad de una misa negra en Harvard es un buen pretexto para reflexionar sobre dos cosas más: los orígenes del satanismo y la paganización del cristianismo contemporáneos. Con respecto al primero de ellos, vale la pena recuperar lo dicho por Carlo Ginzburg en uno de mis libros favoritos, "Historia nocturna. Un desciframiento del aquelarre". Y en lo relativo a lo segundo, retomo algunas reflexiones de Slavoj Zizek en uno de sus más recientes libros, "El dolor de Dios. Inversiones del apocalipsis", en coautoría con el teólogo croata Boris Gunjevic.

El aquelarre, después llamada misa negra, apareció en el imaginario cristiano hacia finales de la Edad Media, y las imágenes de mujeres danzando alrededor de una cabra antropomorfa, sacrificando niños, de brujas volando en escobas, cometiendo incestos, profanando hostias, etc., provienen ciertamente de testimonios de los propios participantes, pero obtenidos por medio de un proceso judicial, específicamente de la Santa Inquisición (en otras palabras, extraídos por medio de la tortura). Si nos movemos en un plano específicamente de lo imaginario y lo simbólico, dejando de lado los hechos reales (que para muchos historiadores, serían inaccesibles), nos encontramos con que en estos relatos, hoy en día incrustados en nuestra imaginación junto con Halloween y otras prácticas con el mismo origen, nos topamos con el problema del otro.

Lo que sabemos sobre los cultos satánicos, más que ser producto de los enemigos de la cristiandad, es consecuencia de la forma en la que éste ha visto a los que no han aceptado su fe, como seres malvados y adoradores del demonio. La satanización del otro, que también estuvo presente también en la conquista de América, tuvo como resultado un proceso por el cual los sujetos perseguidos y castigados terminaron asumiendo como verdaderas las categorías imputadas por la iglesia y por los inquisidores, aunque en un principio lo negaron; "Il benandanti" de Ginzburg explica como los primeros sujetos en ser procesados por brujería en el norte de Italia no se asumían como adoradores del diablo, sino como protectores de la fertilidad de los campos, que recurrían a ciertos hechizos para enfrentarse cada año, durante doce días (que por cierto coincidían con el tiempo entre la Navidad y la Epifanía, es decir, el día de Reyes), a los verdaderos enemigos. No fue sino con el paso del tiempo que quienes eran procesados por brujería, terminaron asumiendo que efectivamente adoraban al demonio.

Pero la satanización del otro no se originó con estos casos. Por citar un ejemplo, en el siglo XII circuló en Europa un rumor de que los leprosos y judíos se encontraban conspirando para envenenar los pozos de agua, matar al papa y destruir a la Iglesia. El resultado fue el asesinato de miles de judíos y enfermos de lepra, así como el surgimiento de “hospitales” donde se les habría de recluir a estos últimos (cualquier parecido con las actuales teorías de la conspiración NO es mera coincidencia).

Intentando rescatar la proposición del prójimo, en este caso, de los católicos estadounidenses, cabría añadir que como dice un refrán mexicano “la mula no era arisca, la hicieron los palos”. Como mencioné anteriormente, la historia del catolicismo en el vecino país es posiblemente no menos violenta que lo dicho sobre los brujos durante la Alta Edad Media. Si bien Estados Unidos nació sin una religión de Estado, la mayor parte de los protestantes de este país compartían su anti-catolicismo; anécdotas como la del Batallón de San Patricio en la guerra con México son síntomas de que los inmigrantes de religión católica, sobre todo irlandeses, pero también italianos, polacos y españoles, la pasaban realmente mal. Cabe también señalar que uno de los principales blancos del Ku Klux Klan en los estados del sur, además de los afroamericanos, eran los católicos. Esto ciertamente no justifica la intolerancia, pero nos deja ver que, tanto el surgimiento del satanismo como la paranoia del catolicismo en Estados Unidos son producto de la violencia casi omnipresente en la historia de las religiones, un fantasma del que sabrá Dios si algún día nos habremos de librar.

Pero el hecho de que todas las religiones y creencias deban de ser tratadas con respeto en el marco de un Estado laico, no anula las diferencias entre ellas, y el marco de tolerancia mínima para evitar que volvamos a quemar brujas, judíos, católicos o herejes, no tiene por qué eliminar del espacio público la crítica hacia las religiones y sus creencias, aunque para muchos, es más fácil invocar el “respeto” cuando no se sabe que responder ante un señalamiento de carácter ético, estético o teológico. En este sentido, me interesa recuperar una noción de Zizek con respecto a la paganización del cristianismo, aunque considero importante diferenciarla de la inculturación.

Con éste último término –que no estoy seguro si tiene un origen teológico o antropológico– me refiero  a la posibilidad de expresar el Evangelio (que significa Buena Noticia) por medio de un lenguaje y de símbolos no occidentales. Este principio es el eje rector de la teología india (con una trayectoria hasta cierto punto paralela de la teología de la liberación), y aunque sigue siendo controversial, no me parece que deba de ser tan problemático, al menos para el catolicismo. Y cuando hablo de paganización del cristianismo no me refiero tampoco a su sincretismo con las religiones nórdicas, amerindias o afroamericanas que denunciaron las iglesias evangélicas a principios del siglo XX, sino al hecho de que muchas veces, el cristianismo contemporáneo, –sea católico o evangélico– se encuentra regido por principios éticos más cercanos a los paganismos politeístas que sus propios relatos fundacionales, que solemos llamar evangelios.

Si hubiera que pensar en la ética de estas tradiciones religiosas, hay que mencionar varios aspectos. Uno de ellos es la escasa importancia a la “vida después de la muerte”, pues aunque existen numerosos relatos heroicos de hombres que se ganaron su lugar entre los dioses, la forma en la que éstos premiaban a los humanos era brindándoles una vida feliz y plena en la tierra. Además, el orden social era siempre un reflejo del orden divino que regía el cosmos, de modo que la única manera de ser premiado por los dioses era aceptando el lugar que éstos nos asignaron, siendo la transgresión al orden la mayor de las faltas (véase el destino de Prometeo o de Sísifo); por último, hay que tener en cuenta que el “modo de producción esclavista” (por utilizar un termino marxista) era visto no sólo como algo natural, sino como la única forma pensable de organización social, y que el término de “humano” en Roma o de “ciudadano” originado en Grecia, incluía solo a los varones adultos pertenecientes a las clases cercanas a la cúspide de la pirámide social.

Si ante una descripción como ésta, que quizá peca por simplificar demasiado, nos parece que estamos a hablando del cristianismo en cualquiera de sus variantes, entonces la paganización es evidente. ¿Por qué? Porque, aunque no todos los teólogos estarán de acuerdo, en el relato cristiano, Dios no es el garante del orden, sino su mayor transgresor (de ahí el destino de Jesucristo); ciertamente, la idea de una vida después de la muerte como premio o castigo es más platónica que judía, pero no deja de ser una extensión de la ética pagana del hedonismo. El llamado de Jesús en los evangelios no es a disfrutar de la vida, ni a poner la felicidad eterna como el último fin de la existencia, sino a buscar la justicia y el “reino de Dios”, un reino que poco se parecería al orden social vigente, pues habrían de anularse todas las relaciones de dominación (incluido el matrimonio)… Lo demás se dará por añadidura. Tampoco es un llamado a aceptar ciegamente el papel que nos fue asignado, (pues nadie es digno de ser su seguidor si primero no desprecia a sus padres), ni a respetar las tradiciones (hay que dejar que los muertos entierren a sus muertos), posiblemente ni siquiera pone la unidad del pueblo como prioridad (cuando los romanos vengan a destruir el lugar sagrado, el templo, es mejor huir, y esto sería hasta motivo de alegría). Si lo ponemos en perspectiva y tomamos la invitación de Kierkegaard de hacernos contemporáneos del nazareno, en el mundo antiguo, ser cristiano bien podría implicar ser algo así como ser la encarnación del mal, y una lectura sobria del cuento "El gran inquisidor" de Fiodor Dostovievsky bien podría hacernos pensar que en nuestros días, tal vez las cosas no son tan diferentes.

La cruz, símbolo por excelencia del cristianismo, no nos remite a un triunfo universal, sino a un fracaso que solo unos cuantos, gracias a la fe y al Espíritu Santo (que solo puede experimentarse en comunidad), fueron capaces de interpretar como la presencia de Dios en la historia. Walter Benjamin decía que la historia es una gran catástrofe, pero que entre sus escombros podía asomarse la redención, y creo que esta imagen ilustra la imaginación histórica del cristianismo más radical. Incluso la resurrección no nos narra un acto de triunfo definitivo, pues el crucificado regresa para bendecir a sus seguidores, para comer con ellos y para encomendarles la que durante su vida fue su tarea: anunciar el reino de Dios.

En este sentido, la paganización del cristianismo no es tener imágenes de la virgen de Guadalupe antes Tonantzin, sino vivir rezando a Dios para que cumpla nuestros caprichos y que castigue a nuestros enemigos, pues la mayoría de las veces, son las cosas que nos hacen felices. Y tal vez no es necesario recodar como en la guerra cristera los católicos tomaban las armas porque “nunca había sido más fácil ganarse el cielo” (recordando los tiempos de las cruzadas), basta con escuchar los sermones, las prédicas y los cantos de muchas iglesias para notar que el católico que sufre con la esperanza de ganarse el cielo o el evangélico que reza para tener una vida próspera, son muy parecidos al hedonista o el asceta de la antigüedad, pero también al estudiante promedio que elige su carrera esperando tener un buen sueldo al terminarla o al joven que sufre con una dieta rigurosa y rutinas extenuantes en el gimnasio, para después disfrutar de un cuerpo escultural, y por lo tanto de su vida. Tal vez, más parecidos de lo que muchos estaríamos dispuestos a aceptar. Para bien o para mal, quizá muchos creyentes tampoco somos tan diferentes de estos tan temidos “satanistas”, para muestra, citemos textualmente la declaración de principios de la “Iglesia de Satán”:

La Iglesia de Satán aborrece toda forma de hipocresía y conformismo. Consideramos que la felicidad real puede ser conseguida no a partir de la abstinencia y la culpa, sino a partir del desarrollo personal, el egoísmo y la satisfacción de nuestros impulsos. Rechazamos la aceptación de la costumbre, la tradición o la fuerza de una autoridad como criterios de verdad.
Los satanistas somos ateos. Concebimos la vida en el aquí y ahora. No reverenciamos a ninguna divinidad, ni creemos en la existencia de seres o hechos sobrenaturales, pero respetamos otras creencias. Los satanistas no evangelizamos ni pretendemos a convencer a otros de nuestro parecer. La Iglesia de Satán no predica ni instruye; su objetivo es el de ser un espacio de encuentro y referencia para quienes comparten los valores satánicos.
Los satanistas nos formamos para ser líderes; somos individuos ambiciosos, amos del mundo y de sí mismos. Nuestro movimiento incorpora a los que actúan como depredadores en busca de recompensas materiales y victorias para satisfacer sus necesidades. Asimismo, relega a los no-pensadores pasivos para ser esclavizados por un cada vez más demandante mundo.
No somos partidarios de seguir dogmas, tendencias o fanatismos, ya que podemos observar cómo los que participan en este tipo de comportamientos caen en la mediocridad de siempre necesitar información sobre cómo deben comportarse y cómo pensar. Nosotros estamos por encima de eso. Nosotros representamos a una minoría de librepensadores e innovadores.

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