"La diferenciación específicamente política, con la cual se pueden relacionar los actos y las
motivaciones políticas, es la diferenciación entre el amigo y el enemigo." Carl Schmitt, El concepto de lo político.
En 2016 el Partido Encuentro Social (PES), creación de evangélicos tijuanenses, lanzó como candidato al teniente coronel Julián Leyzaola. Si bien no es raro que uno se refiera a la gente de derecha como “fachos”, fue la primera vez que vi una campaña política con saludos militares hacia un candidato militar, con un historial de acusaciones por tortura y violaciones a los Derechos Humanos. Muchos de quienes lo defendían no negaban esto del todo, pero argumentaban que éstas habían sido hacia delincuentes, malandros, narcotraficantes y sicarios. No ganó, aunque gente cercana a mí votó por él y hasta trabajó en su campaña; alegaron fraude. Otros, para evitar que un candidato como él llegara al poder, votaron por el PAN. Ganó un candidato que bien podrían haber sacado de una película de humor negro mexicano, “el Patas”.
Durante
la campaña para las elecciones presidenciales de este año, pude ver dos de los
debates con amistades brasileñas. Coincidían en que un candidato como el Bronco
nos daba risa porque sabíamos que no tenía posibilidades reales de ganar, pero que, de otro modo, habría bastante que temer. El triunfo de Bolsonaro no sólo les
dio la razón, sino que nos permitió ver la articulación política de las
derechas latinoamericanas del siglo XXI en un tono aún más radical que el que
se observó en Estados Unidos con Donald Trump. No es sólo la xeonfobia y el
racismo, sino un discurso que apuesta por la militarización y la represión,
al tiempo que se muestra favorable al libre mercado. Esta vez no son los
jerarcas de la iglesia católica, sino muchas iglesias evangélicas, con un
acelerado crecimiento tanto en los sectores populares como en las clases
medias, quienes dotan no únicamente de una justificación religiosa a un régimen
de este tipo, sino que además funcionan como mecanismos de movilización
electoral. Para acabar con la corrupción, hay que volver a la dictadura, Deus vult.
No
faltó quien alertara del riesgo de que esto se replicara en México. Tampoco
quien respondiera diciendo que las condiciones eran sumamente distintas, y que
esto sería poco probable, pese a las decepciones que inevitablemente nos traerá
la 4ta transformación. Las primeras señales reales aparecieron con la “marcha fifí”.
Si bien la derecha lleva años saliendo a marchar a las calles, casi siempre
para defender la familia y los valores, incluso la que tiene filiaciones
fascistas (sobre eso escribí un par de cosas en 2016), esa manifestación dejó
ver a más de una persona con pancartas que decían “no a los extranjeros
indeseables”.
Las
cosas comenzaron a volverse más complicadas con el arribo de la caravana de
hondureños. Las autoridades cerraron unas puertas que por años habían permitido
el paso de contingentes similares, y el ingreso de los centroamericanos se dio
en condiciones de un tumulto similar al de los braceros mexicanos que cruzaron a Caléxico en
1954. No tardaron en aparecer noticias, unas más falsas que otras, sobre los
malos comportamientos de estos extranjeros. También circularon, desde los
grandes medios nacionales, teorías de la conspiración que afirmaban que era
gente pagada por Trump para estar en la frontera en día de las elecciones. No
llegaron a tiempo ni a la frontera Texana, donde la guardia nacional los
esperaba. Días después arribaron a la ciudad de Tijuana.
Sobre todo esto ya se ha
escrito, al calor y con la premura del momento. Tengo poco que añadir al
respecto. No soy sociólogo, demógrafo, antropólogo ni periodista, sino
historiador. Los que saben ya han hablado. No obstante, hay una coincidencia
geográfica y temporal, aunque con un par de años de desfase, en varios
elementos claramente identificables en el ascenso de las derechas. Tanto la
campaña de Leyzaola como las manifestaciones anti-inmigrantes hacen de Tijuana un
escenario donde comienzan a materializarse varios de los peores temores de la
política contemporánea. Y es que aún en los peores delirios de los “pejezombies”,
símbolo para muchos de la “intolerancia”, nunca había visto que un adversario
político, en este caso, alguien que defiende los derechos de los migrantes,
recibiera amenazas como las que una exalumna mía recibió el viernes pasado por “vende
patrias”. Más aún, desde las campañas anti-chinas de los años 20 y 30 (que mi
profesora Catalina Velázquez conoce mejor que yo), no había visto que las
autoridades intentaran capitalizar políticamente la xenofobia, como ocurrió con
“el Patas” el pasado viernes en cadena nacional, diciendo una frase que hace
eco de los nostálgicos de las dictaduras militares en Sudamérica: “los derechos
humanos son para los humanos derechos”. Además, como sacado de un episodio de
Los Simpson, propuso hacer una consulta ciudadana para ver si la caravana se
queda o no en la ciudad… Ayer, el presidente de Estados Unidos volvió al Patas
una figura internacional con un twitt.
El próximo año habrá
elecciones estatales en Baja California. En 2018, Morena arrasó en este estado,
y sembró la esperanza de que luego de 3 décadas veríamos salir al PAN. Entre otras cosas, porque el
actual gobernador intentó privatizar el agua para poner una desalinizadora. Uno
pensaría que el hartazgo de “la gente” puede llevarnos a grandes cambios, y
espero que así sea. Pero durante los últimos días, la ciudad donde nací nos ha
mostrado que las discusiones políticas, y una suerte de fascismo latente que
hemos visto surgir en Europa del Este, en Sudamérica y en las Filipinas, ya
están en México, y no tienen planeado irse pronto.
No tengo ganas de discutir. No tengo la cabeza lo suficientemente fría para hacerlo y convencer a nadie de
nada. Tampoco quiero pasar por los mismos lugares comunes de que “no hay que
generalizar”, “hay que respetar las opiniones de los otros” (aún cuando son
racistas, clasistas, xenófobas…), y demás cantaletas que no sé si nos han
llevado alguna vez a algún lugar. Mucho menos me interesa hablar en nombre de la "verdadera Tijuana", como a muchos les ha dado por hacer con un discurso nativista que apesta a rancio. Sin embargo, pienso que tal vez en nuestro afán de mostrar
una Tijuana cosmopolita, multicultural y hospitalaria, no fuimos capaces de ver
que, en la ciudad más visitada del mundo, y si negar nada de esto, llevan décadas incubándose también las peores
emociones de la humanidad. Después de todo, además de estar en los márgenes de una de las mayores economías del mundo, somos desde hace un año el
municipio más violento del país.
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