Era como la una de la tarde. Estaba en el nuevo edificio de la
biblioteca del colegio. Intentaba avanzar en el primer capítulo de mi tesis. Justo
durante la mañana había revisado los testimonios del primer obispo de Baja
California sobre la misión de la Purísima, que había sido destruida durante un terremoto en 1810. Comenzó a temblar. La alarma sísmica vino después. Apenas dos
horas antes habíamos hecho un simulacro, conmemorando el sismo del 85, ocurrido
un día como ese, 32 años atrás. Yo ni siquiera había nacido entonces, pero por
esos años llegaron muchos “chilangos” a mi rancho. Según la opinión de muchos, salieron
huyendo del terremoto. Como buenos pueblerinos, los tijuanos somos medio
xeonfóbicos con los foráneos. Aún así, mi hermana y uno de mis hermanos se
casaron con gente de por estos rumbos. Yo no lo viví, pero me han contado tanto
sobre ese sismo que de alguna manera lo recuerdo.
Hacía días que acababa de temblar. En
casa casi no lo sentimos. Fue por la “alerta sísmica” que despertamos y bajamos
al patio; 8.2 grados. Acá en la Ciudad de México, como buenos
“millenials”, hicimos memes. Solo se cayó una barda que aplastó un carro. Dos
estados del sur quedaron destruidos. Según algunas fuentes, hubo cerca de 100
muertos, como 80 mil casas dañadas en Chiapas y 50 mil en Oaxaca. Conozco poco
esos estados. Ambos tienen de los mayores índices de pobreza y población
indígena. Sabrá Dios cuánto les tomará recuperarse.
Mis mayores recuerdos durante el sismo
eran del 2010. Yo regresaba a Tijuana de una semana de “misiones” con mis
alumnos de la preparatoria de la Ibero. Cosas de jesuitas. Era cumpleaños de mi
papá, 4 de abril. Salí a la tienda a comprar cervezas. Primero vi caerse las
“sabritas” del estante, luego, el piso y las torres de la iglesia moverse.
Cuando terminó, veía los cables moverse como columpios. Solo entonces temí por
mi vida, pero ya había pasado. Compré las cervezas y volví a la casa. Todos
estaba afuera. La “cura”, como decimos allá, era que mi mamá, aún con problemas
para caminar, fue la primera en salir. Mi hermana y su familia venían en carretera por
Mexicali, donde fue el epicentro. Nos preocupamos por ellos, pero como viajaban en carro, ni siquiera lo sintieron.
La sensación en mis piernas era parecida
a la de ese entonces, solo que esta vez no estaba en piso firme, sino que
bajaba por unas escaleras metálicas de caracol y tenía gente detrás de mí.
Estaban más asustados que yo. Quizá debí haber corrido, pero no sé por qué me
ceñí al protocolo. Los ventanales del nuevo edificio se movían. Cuando llegamos
al punto de reunión, creo que nadie dimensionaba la magnitud. Pero, si en el
sur, una zona con suelo volcánico, se había sentido así ¿qué esperar del resto
de la ciudad? Circularon noticias de un edificio derrumbado por la colonia
Roma.
Mi primera preocupación era que no traía
celular y no podía comunicarme con mi novia. Le pedí su celular a Óscar, un
compañero de mi generación, pero no entraba la llamada. Cuando regresé a donde
estaba mi laptop, no vi que ella estuviera en línea desde hacía una hora. Saqué dinero del cajero automático y salí
hacia la casa. Había gente que se quedó en el colegio, pues, como dije, desde
ahí no podíamos dimensionar el sismo. Intentaban sacar libros o leer, pero
eventualmente los desalojaron. Se habían suspendido las actividades.
Apenas alcancé un camión. Había tráfico.
La gente compartía videos en sus celulares de edificios derrumbándose. Solo
entonces comencé a figurar la gravedad de lo ocurrido. Cuando llegué a mi
parada, los semáforos no servían. Estudiantes de la UNAM dirigían el
tráfico. Estaba preocupado por lo que podría haber pasado en casa. El
vecindario estaba completo, pero sospechosamente silencioso. No había energía
eléctrica. Mi novia y la pareja que nos renta estaban bien, pero casi
incomunicados. No había señal de celular.
Tardé algunas horas en poder comunicarme
con mi rancho. Mi suegra le había marcado a mi hermano para que le dijera a mi
familia que estábamos bien. Había un restaurante con energía eléctrica e
internet a un lado de la Mega Comercial. Muchos amigos estaban preocupados por
nosotros, teníamos muchos mensajes. Regresamos a casa ya oscureciendo, el servicio había estado lento,
pero no había manera de reprocharlo, quienes trabajaban ahí estaban en shock,
como todo el mundo. La gente caminaba por la calle con el rostro desencajado.
Compras de pánico y una sensación extraña. Era de esos silencios que no
transmiten paz, sino otra cosa.
La energía eléctrica volvió después de
las 9 de la noche. Una hora antes la UNAM había convocado brigadas en CU. No
alcanzamos a ir, pero se reunieron como 1,500 brigadistas voluntarios.
Esperábamos ir a la mañana siguiente, pero rectoría avisó que no eran
necesarias más manos, por lo pronto. A la mañana siguiente fuimos a la Colonia
Roma. Varios edificios destruidos. Acá no tenemos cascos ni herramientas.
Tampoco somos médicos, enfermeros o psicólogos. Salvo armar botiquines, en poco
pudimos ayudar. Nunca ser historiador me hizo sentir tan inútil. No nos pudimos
colar para ir a Xochimilco, a donde había llegado poca ayuda. Dos horas
después, la entrada a San Gregorio se saturó de tanta gente que fue.
Regresamos a casa. Ahí vi que se estaba
organizando un centro de acopio en el colegio. Contacté a un amigo que vive por
estos rumbos, fuimos a comprar algunas cosas y estuvimos ayudando un rato. En
el camino, comentábamos cómo la movilización era impresionante, pero había poca
organización. No es para
menos. Quienes salieron a ayudar fueron gente que vivió el sismo. Pedir más de
lo que la “sociedad civil” ya está haciendo es ignorar por completo el carácter
traumático de una experiencia como esta.
Van más de 200 muertos en las zonas
afectadas. 7.1 grados en la capital causó más daños que los 8.2 de hace 12 días
en los estados más pobres. Sobre Chiapas y Oaxaca, dije en su momento que no
solo era la naturaleza, también la pobreza y la desigualdad. Las costureras atrapadas en la fábrica son muestra de ello. Hay algunas cosas que de repente parecen más complicadas. Varias de las zonas más afectadas en la Ciudad de
México fueron donde hay rentas más caras. Esos lugares sobre los que suelo
expresarme de no muy buena manera, habitados por “hipsters”, llenas de
restaurantes orgánico-artesanales con comida horrible y cara; donde a pesar de
ser una zona “trendy”, hay muchísimos asaltos y denuncias por acoso; donde
viven hacinados 10 roomies para poder pagar el alquiler… Ahí llevan años
levantándose construcciones y remodelándose edificios viejos para vender y
rentar departamentos carísimos. Fue una zona sumamente afectada en el 85, pero
no sé si sea correcto decir que la nota se “repitió”. Inmobiliarias, sin trabas
por parte del estado, le vendieron casas de cartón sobre un lago a la clase
media alta de la ciudad...
Acá en Chilangópolis, como suelo
decirle, sobra la ayuda. Los chilangos pueden ser gente de lo más solidaria y
entregada en estas situaciones. En el México rural que nos rodea hay menos apoyo. En realidad he hecho muy poco, y aún así estoy cansado. Quiero pensar
que algo se rompió dentro de nosotros. Personalmente, no quiero que todo
regrese a la normalidad. Al contrario, quisiera que las cosas no vuelvan a ser
como antes.
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