sábado, 23 de septiembre de 2017

Tembló

Era como la una de la tarde. Estaba en el nuevo edificio de la biblioteca del colegio. Intentaba avanzar en el primer capítulo de mi tesis. Justo durante la mañana había revisado los testimonios del primer obispo de Baja California sobre la misión de la Purísima, que había sido destruida durante un terremoto en 1810. Comenzó a temblar. La alarma sísmica vino después. Apenas dos horas antes habíamos hecho un simulacro, conmemorando el sismo del 85, ocurrido un día como ese, 32 años atrás. Yo ni siquiera había nacido entonces, pero por esos años llegaron muchos “chilangos” a mi rancho. Según la opinión de muchos, salieron huyendo del terremoto. Como buenos pueblerinos, los tijuanos somos medio xeonfóbicos con los foráneos. Aún así, mi hermana y uno de mis hermanos se casaron con gente de por estos rumbos. Yo no lo viví, pero me han contado tanto sobre ese sismo que de alguna manera lo recuerdo.
Hacía días que acababa de temblar. En casa casi no lo sentimos. Fue por la “alerta sísmica” que despertamos y bajamos al patio; 8.2 grados. Acá en la Ciudad de México, como buenos “millenials”, hicimos memes. Solo se cayó una barda que aplastó un carro. Dos estados del sur quedaron destruidos. Según algunas fuentes, hubo cerca de 100 muertos, como 80 mil casas dañadas en Chiapas y 50 mil en Oaxaca. Conozco poco esos estados. Ambos tienen de los mayores índices de pobreza y población indígena. Sabrá Dios cuánto les tomará recuperarse.
Mis mayores recuerdos durante el sismo eran del 2010. Yo regresaba a Tijuana de una semana de “misiones” con mis alumnos de la preparatoria de la Ibero. Cosas de jesuitas. Era cumpleaños de mi papá, 4 de abril. Salí a la tienda a comprar cervezas. Primero vi caerse las “sabritas” del estante, luego, el piso y las torres de la iglesia moverse. Cuando terminó, veía los cables moverse como columpios. Solo entonces temí por mi vida, pero ya había pasado. Compré las cervezas y volví a la casa. Todos estaba afuera. La “cura”, como decimos allá, era que mi mamá, aún con problemas para caminar, fue la primera en salir. Mi hermana y su familia venían en carretera por Mexicali, donde fue el epicentro. Nos preocupamos por ellos, pero como viajaban en carro, ni siquiera lo sintieron.
La sensación en mis piernas era parecida a la de ese entonces, solo que esta vez no estaba en piso firme, sino que bajaba por unas escaleras metálicas de caracol y tenía gente detrás de mí. Estaban más asustados que yo. Quizá debí haber corrido, pero no sé por qué me ceñí al protocolo. Los ventanales del nuevo edificio se movían. Cuando llegamos al punto de reunión, creo que nadie dimensionaba la magnitud. Pero, si en el sur, una zona con suelo volcánico, se había sentido así ¿qué esperar del resto de la ciudad? Circularon noticias de un edificio derrumbado por la colonia Roma.
Mi primera preocupación era que no traía celular y no podía comunicarme con mi novia. Le pedí su celular a Óscar, un compañero de mi generación, pero no entraba la llamada. Cuando regresé a donde estaba mi laptop, no vi que ella estuviera en línea desde hacía una hora. Saqué dinero del cajero automático y salí hacia la casa. Había gente que se quedó en el colegio, pues, como dije, desde ahí no podíamos dimensionar el sismo. Intentaban sacar libros o leer, pero eventualmente los desalojaron. Se habían suspendido las actividades.
Apenas alcancé un camión. Había tráfico. La gente compartía videos en sus celulares de edificios derrumbándose. Solo entonces comencé a figurar la gravedad de lo ocurrido. Cuando llegué a mi parada, los semáforos no servían. Estudiantes de la UNAM dirigían el tráfico. Estaba preocupado por lo que podría haber pasado en casa. El vecindario estaba completo, pero sospechosamente silencioso. No había energía eléctrica. Mi novia y la pareja que nos renta estaban bien, pero casi incomunicados. No había señal de celular.
Tardé algunas horas en poder comunicarme con mi rancho. Mi suegra le había marcado a mi hermano para que le dijera a mi familia que estábamos bien. Había un restaurante con energía eléctrica e internet a un lado de la Mega Comercial. Muchos amigos estaban preocupados por nosotros, teníamos muchos mensajes. Regresamos a casa ya oscureciendo, el servicio había estado lento, pero no había manera de reprocharlo, quienes trabajaban ahí estaban en shock, como todo el mundo. La gente caminaba por la calle con el rostro desencajado. Compras de pánico y una sensación extraña. Era de esos silencios que no transmiten paz, sino otra cosa.
La energía eléctrica volvió después de las 9 de la noche. Una hora antes la UNAM había convocado brigadas en CU. No alcanzamos a ir, pero se reunieron como 1,500 brigadistas voluntarios. Esperábamos ir a la mañana siguiente, pero rectoría avisó que no eran necesarias más manos, por lo pronto. A la mañana siguiente fuimos a la Colonia Roma. Varios edificios destruidos. Acá no tenemos cascos ni herramientas. Tampoco somos médicos, enfermeros o psicólogos. Salvo armar botiquines, en poco pudimos ayudar. Nunca ser historiador me hizo sentir tan inútil. No nos pudimos colar para ir a Xochimilco, a donde había llegado poca ayuda. Dos horas después, la entrada a San Gregorio se saturó de tanta gente que fue.
Regresamos a casa. Ahí vi que se estaba organizando un centro de acopio en el colegio. Contacté a un amigo que vive por estos rumbos, fuimos a comprar algunas cosas y estuvimos ayudando un rato. En el camino, comentábamos cómo la movilización era impresionante, pero había poca organización. No es para menos. Quienes salieron a ayudar fueron gente que vivió el sismo. Pedir más de lo que la “sociedad civil” ya está haciendo es ignorar por completo el carácter traumático de una experiencia como esta.
Van más de 200 muertos en las zonas afectadas. 7.1 grados en la capital causó más daños que los 8.2 de hace 12 días en los estados más pobres. Sobre Chiapas y Oaxaca, dije en su momento que no solo era la naturaleza, también la pobreza y la desigualdad. Las costureras atrapadas en la fábrica son muestra de ello. Hay algunas cosas que de repente parecen más complicadas. Varias de las zonas más afectadas en la Ciudad de México fueron donde hay rentas más caras. Esos lugares sobre los que suelo expresarme de no muy buena manera, habitados por “hipsters”, llenas de restaurantes orgánico-artesanales con comida horrible y cara; donde a pesar de ser una zona “trendy”, hay muchísimos asaltos y denuncias por acoso; donde viven hacinados 10 roomies para poder pagar el alquiler… Ahí llevan años levantándose construcciones y remodelándose edificios viejos para vender y rentar departamentos carísimos. Fue una zona sumamente afectada en el 85, pero no sé si sea correcto decir que la nota se “repitió”. Inmobiliarias, sin trabas por parte del estado, le vendieron casas de cartón sobre un lago a la clase media alta de la ciudad...

Acá en Chilangópolis, como suelo decirle, sobra la ayuda. Los chilangos pueden ser gente de lo más solidaria y entregada en estas situaciones. En el México rural que nos rodea hay menos apoyo. En realidad he hecho muy poco, y aún así estoy cansado. Quiero pensar que algo se rompió dentro de nosotros. Personalmente, no quiero que todo regrese a la normalidad. Al contrario, quisiera que las cosas no vuelvan a ser como antes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario