martes, 23 de diciembre de 2014

Para mis amigos recién casados

Enamorarse es uno de los acontecimientos más traumáticos y violentos. Ocurre que cuando las cosas parecen llevar cierta calma o tranquilidad, cuando todo parece ocupar el lugar que le corresponde, un intruso externo aparece violentamente y desestabiliza nuestra vida. Un intruso que ciertamente nos parece bello(a), pero que siempre guarda un misterio indescifrable, pues aunque se entromete violentamente en nuestra vida, nunca lo podremos poseer ni conocer en su totalidad, nos parece pertecto(a) en su evidente y aterradora imperfección, nos altera.
Enamorarse es una experiencia de alteridad por excelencia, donde no nos queda sino abrirle un espacio a ese otro(a) que posiblemente ya era parte de nuestra vida, pero que en un momento comenzó a crear una grieta en el orden del mundo, invitándonos a salir de nosotros mismos, del narcisismo que solemos llamar “autoestima” o “autosuficiencia”.
Cuando nos enamoramos nos damos cuenta de que somos débiles, de que estamos incompletos y que somos imperfectos (si no lo fuéramos no necesitaríamos al otro). Tal vez por eso, fuera de la civilización cristiana y occidental, y antes del amanecer de lo que solemos llamar “modernidad”, ese momento en el que los creyentes se dieron cuenta de que si Dios existía, era el gran ausente del mundo, a nadie se le hubiera ocurrido asociar el amor con una institución tan indispensable para el sostenimiento del orden social (esclavista, feudal… nunca igualitario), es decir, con el matrimonio.
El amor es peligroso, por eso ha tenido que ser domesticado, enmarcado en los cánones de una cultura y una sociedad concretas, y dotado de una máscara romántica que oculte su terrible violencia: evidenciar que el otro es igual de importante y valioso que el yo. En una sociedad sostenida por la premisa que cada quien ocupe el lugar asignado por los dioses (o por Dios, o por la naturaleza, o por el mercado…), el amor no puede entenderse sino como la materialización del mal, algo de lo que hay que cuidarse, algo que hay que evitar.
En tiempos en los que se exalta el self-made man, o en su defecto, la mujer (o cualesquier categoría de género que busque asignarse) hecha a sí misma, enamorarse sigue siendo un pecado tan grave como lo era en la edad dorada del matrimonio (recordemos que en muchas historias románticas, el amor no era lo que unía las parejas, sino el deseo inoportuno que desafiaba el contrato social y familiar que históricamente ha sido el matrimonio). Porque si de verdad estamos enamorados, estaremos dispuestos a desafiar incluso al mandado más sutil y a su vez poderoso de nuestra era “posmoderna”: la felicidad.
Me explico. Imaginemos que acabamos de casarnos, con esta imagen idílica de una pareja de profesionistas exitosos a quienes, mientras se respeten (es decir, no se acerquen demasiado al otro, aún a su pareja), les augura una vida de felicidad y prosperidad. Y que una vez pasada la luna de miel, uno de los jóvenes esposos es diagnosticado con una enfermedad crónica que le impedirá ser económicamente productivo, o tal vez sexualmente activo –y sabemos que este escenario hipotético es perfectamente plausible–. ¿Cuál deberá de ser la respuesta de su compañero si en verdad está enamorado? Posiblemente deberá trabajar por los dos –cosa que, si el esposo sano es hombre, bien podría pisotear la autoestima de una feminista promedio–, deberían renunciar a esa parte de nuestra naturaleza humana que simplemente no nos interesa controlar (la sexualidad); posiblemente el compañero sano tendría que abandonar muchas de sus expectativas de vida, si desea que su amado(a) pueda llevar una vida digna, el tiempo que Dios, los médicos, la ciencia o el capital le permitan prolongarla. Aquí no hay felicidad, hay sacrificio; es la prueba de Job sin la garantía de que se tendrá un final feliz. Es la apuesta de Abraham, dispuesto a sacrificar lo más preciado que tiene por un deseo absurdo.
Si bien se trata de un caso ciertamente extremo, nuestras vidas comunes y aburridas no están exentas de fracasos. Desempleos, accidentes, violencia, crímenes, catástrofes naturales… Enamorarse y vivir en pareja de ninguna manera nos dejan exentos de estos peligros y de esta inseguridad, lo único que nos dan es la oportunidad de estar y sentirnos acompañados. No se trata de añorar el regreso de los viejos tiempos donde los años dorados del capitalismo permitieron que algunas familias vivieran felices hasta que llegaron las crisis, sino de pensar que, si nos tomamos en serio el acto de enamorarnos, no solo nos estamos moviendo en una dimensión estética (¡Qué bello es ese sentimiento! ¡Malditos los científicos que buscan dar una explicación biológica o cultural a esa sensación tan sublime!), sino que también estamos ante un posicionamiento ético: la posibilidad de reconocer al otro y de abrirle un lugar en nuestro mundo, no porque ese otro(a) sea perfecto(a), sino porque es igual de monstruoso que nosotros, y merece ser amado(a) por ello.
Tal vez ni Jesús ni San Pablo (mucho menos San Agustín o Lutero) pensaban el amor tal y como lo entendemos en nuestros días, desde nuestro horizonte histórico donde podemos asociarlo o disociarlo de la institución del matrimonio. Tal vez no deberíamos de pensarlo, simplemente de vivirlo… Tal vez no deberíamos de enamorarnos, y habría que contentarnos con la felicidad que la autosuficiencia y el narcisismo nos brinda. Tal vez deberíamos de seguir manteniendo esa distancia que nos aleje del otro, para ordenar nuestra vida alrededor del yo y permitir que nuestro amado(a) lo haga.
Pero si nos enamoramos, podemos experimentar una verdadera revolución. Podemos ver como nuestro mundo se derriba ante nuestros ojos y ser partícipes de la construcción de uno nuevo, donde, al haberle hecho un espacio a ese(a) otro(a), podremos al menos enjugar sus lágrimas cuando lo necesite, consolar y ser consolados por los lamentos de un mundo que no puede mantenerse en pie si no es por la sangre de los inocentes, y sobre todo, tener la esperanza de que los tiempos de desolación no tendrán la última palabra de nuestra historia.

Sin embargo, las revoluciones que intentan conservar sus pequeños logros a toda costa se convierten en verdaderas pesadillas, pues no son capaces de poner en juego la libertad ganada y se encierran en un anhelo compulsivo de felicidad y tranquilidad, que no pueden lograrse sino reprimiendo todo lo que altere el orden… La felicidad para toda la vida en una relación puede ser como el totalitarismo de Stalin, una combinación de un terror generalizado y una habilidad histriónica para siempre guardar las apariencias de que todo está bien. No, si nos enamoramos, sería bueno pensar esta metáfora más bien como una revolución permanente, que si bien no nos garantiza la felicidad, si nos obliga a estar siempre abiertos al otro y a lo nuevo, y que es capaz, de ser necesario, a renunciar a la propia satisfacción por perseguir ese irracional deseo que el otro(a) despertó en nosotros.

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