Enamorarse es uno de los
acontecimientos más traumáticos y violentos. Ocurre que cuando las cosas
parecen llevar cierta calma o tranquilidad, cuando todo parece ocupar el lugar
que le corresponde, un intruso externo aparece violentamente y desestabiliza nuestra
vida. Un intruso que ciertamente nos parece bello(a), pero que siempre guarda
un misterio indescifrable, pues aunque se entromete violentamente en nuestra
vida, nunca lo podremos poseer ni conocer en su totalidad, nos parece
pertecto(a) en su evidente y aterradora imperfección, nos altera.
Enamorarse es una experiencia de
alteridad por excelencia, donde no nos queda sino abrirle un espacio a ese
otro(a) que posiblemente ya era parte de nuestra vida, pero que en un momento
comenzó a crear una grieta en el orden del mundo, invitándonos a salir de
nosotros mismos, del narcisismo que solemos llamar “autoestima” o
“autosuficiencia”.
Cuando nos enamoramos nos damos
cuenta de que somos débiles, de que estamos incompletos y que somos imperfectos
(si no lo fuéramos no necesitaríamos al otro). Tal vez por eso, fuera de la
civilización cristiana y occidental, y antes del amanecer de lo que solemos
llamar “modernidad”, ese momento en el que los creyentes se dieron cuenta de
que si Dios existía, era el gran ausente del mundo, a nadie se le hubiera
ocurrido asociar el amor con una institución tan indispensable para el
sostenimiento del orden social (esclavista, feudal… nunca igualitario), es
decir, con el matrimonio.
El amor es peligroso, por eso ha
tenido que ser domesticado, enmarcado en los cánones de una cultura y una
sociedad concretas, y dotado de una máscara romántica que oculte su terrible
violencia: evidenciar que el otro es igual de importante y valioso que el yo.
En una sociedad sostenida por la premisa que
cada quien ocupe el lugar asignado por los dioses (o por Dios, o por la
naturaleza, o por el mercado…), el amor no puede entenderse sino como la materialización
del mal, algo de lo que hay que cuidarse, algo que hay que evitar.
En tiempos en los que se exalta
el self-made man, o en su defecto, la
mujer (o cualesquier categoría de género que busque asignarse) hecha a sí
misma, enamorarse sigue siendo un pecado tan grave como lo era en la edad
dorada del matrimonio (recordemos que en muchas historias románticas, el amor
no era lo que unía las parejas, sino el deseo inoportuno que desafiaba el
contrato social y familiar que históricamente ha sido el matrimonio). Porque si
de verdad estamos enamorados, estaremos dispuestos a desafiar incluso al
mandado más sutil y a su vez poderoso de nuestra era “posmoderna”:
la felicidad.
Me explico. Imaginemos que acabamos
de casarnos, con esta imagen idílica de una pareja de profesionistas exitosos a
quienes, mientras se respeten (es decir, no se acerquen demasiado al otro, aún
a su pareja), les augura una vida de felicidad y prosperidad. Y que una vez
pasada la luna de miel, uno de los
jóvenes esposos es diagnosticado con una enfermedad crónica que le impedirá ser
económicamente productivo, o tal vez sexualmente activo –y sabemos que este
escenario hipotético es perfectamente plausible–. ¿Cuál deberá de ser la
respuesta de su compañero si en verdad está enamorado? Posiblemente deberá
trabajar por los dos –cosa que, si el esposo sano es hombre, bien podría
pisotear la autoestima de una feminista promedio–, deberían renunciar a esa
parte de nuestra naturaleza humana que simplemente no nos interesa controlar
(la sexualidad); posiblemente el compañero sano tendría que abandonar muchas de
sus expectativas de vida, si desea que su amado(a) pueda llevar una vida
digna, el tiempo que Dios, los médicos, la ciencia o el capital le permitan
prolongarla. Aquí no hay felicidad, hay sacrificio; es la prueba de Job sin la
garantía de que se tendrá un final feliz. Es la apuesta de Abraham, dispuesto a
sacrificar lo más preciado que tiene por un deseo absurdo.
Si bien se trata de un caso
ciertamente extremo, nuestras vidas comunes y aburridas no están exentas de
fracasos. Desempleos, accidentes, violencia, crímenes, catástrofes naturales…
Enamorarse y vivir en pareja de ninguna manera nos dejan exentos de estos
peligros y de esta inseguridad, lo único que nos dan es la oportunidad de estar
y sentirnos acompañados. No se trata de añorar el regreso de los viejos tiempos
donde los años dorados del capitalismo permitieron que algunas familias
vivieran felices hasta que llegaron las crisis, sino de pensar que, si nos
tomamos en serio el acto de enamorarnos, no solo nos estamos moviendo en una
dimensión estética (¡Qué bello es ese sentimiento! ¡Malditos los científicos
que buscan dar una explicación biológica o cultural a esa sensación tan
sublime!), sino que también estamos ante un posicionamiento ético: la
posibilidad de reconocer al otro y de abrirle un lugar en nuestro mundo, no
porque ese otro(a) sea perfecto(a), sino porque es igual de monstruoso que
nosotros, y merece ser amado(a) por ello.
Tal vez ni Jesús ni San Pablo
(mucho menos San Agustín o Lutero) pensaban el amor tal y como lo entendemos en
nuestros días, desde nuestro horizonte histórico donde podemos asociarlo o
disociarlo de la institución del matrimonio. Tal vez no deberíamos de pensarlo,
simplemente de vivirlo… Tal vez no deberíamos de enamorarnos, y habría que contentarnos
con la felicidad que la autosuficiencia y el narcisismo nos brinda. Tal vez
deberíamos de seguir manteniendo esa distancia que nos aleje del otro, para
ordenar nuestra vida alrededor del yo y permitir que nuestro amado(a) lo haga.
Pero si nos enamoramos, podemos
experimentar una verdadera revolución. Podemos ver como nuestro mundo se derriba
ante nuestros ojos y ser partícipes de la construcción de uno nuevo, donde, al
haberle hecho un espacio a ese(a) otro(a), podremos al menos enjugar sus
lágrimas cuando lo necesite, consolar y ser consolados por los lamentos de un
mundo que no puede mantenerse en pie si no es por la sangre de los inocentes, y
sobre todo, tener la esperanza de que los tiempos de desolación no tendrán la
última palabra de nuestra historia.
Sin embargo, las revoluciones que
intentan conservar sus pequeños logros a toda costa se convierten en verdaderas
pesadillas, pues no son capaces de poner en juego la libertad ganada y se
encierran en un anhelo compulsivo de felicidad y tranquilidad, que no pueden
lograrse sino reprimiendo todo lo que altere el orden… La felicidad para toda
la vida en una relación puede ser como el totalitarismo de Stalin, una
combinación de un terror generalizado y una habilidad histriónica para siempre
guardar las apariencias de que todo está bien. No, si nos enamoramos, sería
bueno pensar esta metáfora más bien como una revolución permanente, que si bien
no nos garantiza la felicidad, si nos obliga a estar siempre abiertos al otro y
a lo nuevo, y que es capaz, de ser necesario, a renunciar a la propia satisfacción
por perseguir ese irracional deseo que el otro(a) despertó en nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario