Una de las herencias más jóvenes
y al mismo tiempo pesadas del catolicismo de mediados del siglo XX fue su
obsesión con la biopolítica, es decir, con su esfuerzo por valerse de normas
eclesiásticas y civiles para controlar el uso de los creyentes y no creyentes
sobre su cuerpo y sexualidad. Temas como el aborto, la homosexualidad o el
papel de la mujer en la sociedad no son tabús para esta iglesia, por el
contrario, son tópicos recurrentes a los que se les inviste con un carácter sacro y
de “ley natural”, y banderas para la participación política más reaccionaria;
pero no caigamos en trampas ideológicas, la obsesión con la pureza del cuerpo y
la rectitud de la moral sexual no son una parte intrínseca del
cristianismo. Tomás de Aquino decía que el alma entraba a los 3 meses al cuerpo
del embrión, y durante toda la Edad Media se celebró numerosas veces el ritual
llamado adelfopoiesis (o como John
Boswell llama, las bodas de la semejanza). Durante el período de la Nueva
España, la promiscuidad y la sexualidad activa de clérigos y laicos era algo
común, pues bastaba con recurrir al sacramento de la penitencia para borrar los
pecados de la carne. No es sino con la aparición de la ciencia moderna en el
siglo XIX que apareció el término homosexual
(en el lenguaje teológico se hablaba de sodomía y se condenaba una práctica, no
se patologizaba a una persona), y no es sino hasta entrado el siglo XX que el
catolicismo, aliado muchas veces con sus acérrimos enemigos que originados en
la religión americana se obsesionó
con estos asuntos, posiblemente porque el surgimiento de los Estados nacionales
modernos, especialmente el italiano, le quitaron la posibilidad de hacer
política de la manera tradicional. Así, en México, las energías de las
movilizaciones católicas que comenzaron a gestarse a finales del porfiriato y
que fueron capaces de alterar considerablemente el curso de la primera
revolución del siglo XX terminaron canalizadas, desde los años 40, a la defensa
de la moral y de las buenas costumbres.
Pero
hay cosas que están cambiando, y quizá de manera más rápida de lo que pensamos.
A apenas un año de la elección del primer obispo de Roma jesuita y
latinoamericano, Francisco ha demostrado que lo suyo no es la biopolítica sino
la geopolítica, en el sentido más literal del término. El sínodo de la familia
y esos tópicos espinosos que amenazan la unidad de la iglesia se han quedado
cortos frente al que seguramente será el gran logro de Bergoglio: su mediación
en la reanudación de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba.
Hoy
nos encontramos iniciando un proceso homólogo al de la Guerra Fría, aunque no
estoy seguro si se trata de una continuación del mismo o de un enfrentamiento
nuevo. Sin embargo, pareciera que Bergoglio mostró una habilidad aún mayor que
la de su predecesor Wojtyia con respecto al segundo mundo, pues en lugar de
condenar un bando y aliarse al otro, invitó a ambas partes a negociar, es decir
recuperó el centro ideológico que la Doctrina Social de la Iglesia ocupó con su
surgimiento a finales del siglo XIX y perdió durante el XX. Pero no seamos
ingenuos, el acercamiento de Obama y Castro obedece a más que buena voluntad de
ambas partes. Me atrevo a decir que Cuba es hoy para Estados Unidos lo que
Crimea es para Rusia, solo que con sus respectivos matices de civilización y
barbarie. Putin ocupó una región que históricamente le ha pertenecido a Rusia
por medio de las armas y nadie lo detuvo, mostrándole así a la UE y a la OTAN
que es el brazo armado del bloque económico y geopolítico que hoy puede
disputarle la hegemonía: los BRICS. Y como buen heredero de la tradición
zarista y soviética, aseguró un muro de contención entre la Madre Rusia y su enemigo
occidental, un muro que después de la Segunda Guerra Mundial fue mucho más
ancho, pues estuvo formado por Europa del Este, el cual cayó, entre otras
cosas, con la ayuda de un papa polaco.
La relación de
EU con Cuba no es muy distinta, no hay que olvidar su participación en la
independencia de esta isla de España, y que tras esto se convirtió en una
suerte de protectorado con un casino de la selva incluido. De hecho había poco
de comunismo en Castro cuando inició la famosa revolución antiimperialista; fue
la hostilidad estadounidense y la polarización de la Guerra Fría lo que le
llevó a convertirse en una potencial amenaza al lado, y en 1963 estuvo al borde
de desatar una tercera guerra mundial. En estos meses, la influencia de Rusia y
China han comenzado a extenderse al continente americano, especialmente hacia
Sudamérica… Brasil, Venezuela, Bolivia, Argentina… Estos gobiernos de izquierda
se han convertido en el área de oportunidades para las grandes economías
emergentes, que ansiosos por construir una alternativa al modelo neoliberal y
estadounidense están comenzando a pactar con el diablo. No perdamos de vista
que aunque los grupos neofascistas son el gran enemigo de Putin en Ucrania, son
los aliados que está financiando para oponerse a la UE en Francia, Alemania y
Hungría. En este contexto, y sumándole que el primer presidente afroamericano
en Estados Unidos se encuentra en los menores niveles de aprobación pública
desde hace más o menos medio siglo, habría que ubicar el acercamiento hacia
Cuba.
Pese a que
ante un escenario geopolítico tan complejo el papel mediador de Francisco
pudiera parecer mínimo, no habría que despreciarlo tan a la ligera. Con Cuba,
el Vaticano se acercó a Washington ¿Y Moscú? Durante una larga conferencia de
prensa, Vladimir Putin justificó la ocupación de Crimea por ubicar en esta
región los orígenes históricos y cristianos de Rusia, y su cercanía a la iglesia ortodoxa ha sido
evidente. Recordemos que así como Roma era la defensa de la cristiandad occidental
durante el Medioevo y la modernidad, la Madre Rusia fue lo suyo con respecto al
cristianismo oriental desde la caída de Constantinopla, y que uno de los
mayores gestos de acercamiento del obispo de Roma ha sido para con los
patriarcas de las iglesias orientales. Así, aunque la iglesia católica pierde
cada vez más fieles y enfrenta que sus mayores amenazas de destrucción no
vienen de fuera sino de sí misma, es posible que juegue un papel político más
vital de lo que nos imaginamos en un mundo que no terminamos de entender.
Y para el caso
mexicano, pese a que en muchos casos la estructura eclesiástica se comporta
como una suerte de muerto viviente, que no sabe que está muerto pero huele a
cadáver, han sido figuras públicas como Alejandro Solalinde, Raúl Vera o Fray
Tomás González quienes, con toda su humanidad y defectos, y de la mano con
miles de otros clérigos y laicos, han asumido la que en un mundo posmoderno
pareciera ser la última de las grandes causas que podrían, al menos
potencialmente, guiar un proyecto colectivo de emancipación: los derechos
humanos. Tal vez el futuro del catolicismo no esté en que los creyentes amen a
su iglesia y se pregunten qué pueden hacer para salvarla, sino en cómo desde
ella es posible abrirle un espacio a todos esos para los que la promesa de un
mundo justo e igualitario es cada vez más difícil siquiera de imaginar.
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