lunes, 7 de abril de 2014

La verdad nos hará libres, pero, ¿quién dijo que queríamos serlo?

“A lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un amo. Lo tendrán...” Jacques Lacan

En los días pasados circularon un par de notas falsas del diario satírico “El Deforma” que, si bien parecieran burlarse de ciertas nociones del género, me parece que encierran las profundas contradicciones en las nuestra militancia de izquierda suele incurrir. Y tal vez no se trata de una simple incongruencia personal, sino que en el fondo, dándole la razón a algunos psicoanalistas, pero también a Ignacio de Loyola, no sabemos lo que en realidad deseamos.
            La primera de estas notas hacía referencia a una ruptura amorosa, donde el varón, tomando la iniciativa, habría roto los convencionalismos de caballerosidad, responsabilizándola del fracaso de la relación, e inclusive mencionándole que estaba interesado en otra mujer, que básicamente “se le hacía más buena”. La condena a este acto, en la nota ficticia, era fundamentalmente porque este hombre había hablado con la verdad, pues  "A una verdadera dama siempre se le debe cortar con mentiras piadosas...". Este diálogo, quizás falso e inventado, encierra una profunda verdad que regula nuestras relaciones interpersonales: no siempre es prudente hablar con la verdad, por el contrario, para funcionar como miembros de una sociedad, estamos obligados a mentir en nuestra vida diaria. Una de las cosas que me parecen más fascinantes de esto es que la noción de “mentira piadosa” nos remite a un antecedente religioso para ello, siendo éste término la justificación ante un pecado; al mandamiento “no mentirás” no es necesario suprimirlo, pues al menos en idioma castellano basta con agregar una coma cuando nuestro impulso de hablar siempre con la verdad nos puede meter en situaciones incómodas para transformar el mandato divino en la voz de nuestro super-ego: “No, mentirás”. Pero la verdad contenida en una nota “de mentiras” no se queda ahí, pues la norma que define cuando mentir y cuando decir la verdad, en este caso, es una distinción de género: Entre hombres podemos hablarnos con la verdad, pero frente a las mujeres, vale más mentir sobre algunos temas.
            La segunda noticia hacía referencia a la situación ideal de todo anti-feminista reaccionario. Una mujer “feminista” habría “renunciado a sus ideales” tras verse obligada a compartir con su pareja la cuenta de un restaurante. El texto, que en mi opinión abusa de un estereotipo que no puedo negar en su totalidad –la mujer que no busca derechos sino privilegios– pone de relieve una situación paradójica que seguramente muchas mujeres deben enfrentar desde su subjetividad: la emancipación implica renunciar a todo trato especial. Sin embargo, este no es un asunto exclusivo de las mujeres, ni siquiera de las feministas.
            En el relato bíblico del éxodo, los israelitas, el pueblo al que el Dios bíblico liberó de la esclavitud en Egipto, no tardaron en rebelarse contra su líder, Moisés, por una razón muy sencilla: “Estábamos mejor en Egipto”. Los esclavos liberados llegaron a indignarse ante la realidad que como hombres libres debían hacer frente, pues antes de llegar a la “tierra prometida” debían de atravesar un inmenso desierto, en el que vagaron por “40 años”. Este relato apunta una realidad sumamente cruda que probablemente no estamos dispuestos a aceptar: ser libres no necesariamente nos hará vivir más felices. ¿Cuántos de nosotros no hemos anhelado regresar a nuestros años de infancia? Entonces no teníamos responsabilidades y los adultos nos cuidaban, seguramente nuestra vida era más feliz. Pero seamos sinceros, la infancia nos remite a una persona que es contada en los censos, pero que carece de los derechos de un ciudadano, además, hay personas que pueden decidir su vida, y no son capaces de tomar decisión alguna sin el consentimiento de éstas figuras de autoridad; esta es la etapa de nuestra vida en la que posiblemente, hemos tenido menos libertad.
            La paradoja de Bauman no puede ser más clara: la seguridad es inversamente proporcional a la libertad. Y en este punto, estamos condenados a tener que decidir: ¿Queremos estar seguros o queremos ser libres? No dudo que para muchas mujeres, como se narra en esta nota falsa, la tradición patriarcal ofrezca en mayor o menor medida la seguridad que una sociedad de iguales nunca podrá brindar, pero quedarnos ahí implicaría ver la paja en el ojo ajeno y no la vida en el propio. ¿Cuántos de nosotros hemos renunciado a estudiar la carrera que realmente nos gustaría ejercer por dedicarnos a algo que nos daría seguridad económica? ¿Cuántas veces nos hemos quedado callados ante situaciones abiertamente injustas, por no perder nuestro trabajo, por no escandalizar a nuestros hermanos creyentes, o por no hacer sentir mal alguien?
            En la primera de las alucinaciones que le llevaron a acercarse al psicoanálisis, Gregorio Lemercier, abad del monasterio benedictino de Cuernavaca en los años 60 y 70, relata haber tenido una auténtica experiencia mística, que lo llevó a decir: “Dios, pídeme lo que quieras”, pero según escribió, no tardó en recapacitar, temiendo que el Señor le tomara la palabra. En distintas dimensiones, esta situación nos interpela a menudo. Decimos que deseamos muchas cosas, porque en el fondo sabemos que no habrán de ocurrir: Una sociedad de hombres y mujeres iguales, sin racismo, sin discriminación, hasta sin capitalismo… El problema es que cuando estos deseos amenazan con materializarse, nuestra reacción es de miedo, y se vuelve evidente el hecho de que no estamos dispuestos a llevar estos deseos hasta sus últimas consecuencias.


            Es muy fácil decir que deseamos la caída del patriarcado, pero en el caso de las mujeres ¿están dispuestas a renunciar a las comodidades que implican que los caballeros les abran las puertas, les cedan el paso, paguen sus cuentas, y que sean ellos quienes tomen siempre la iniciativa a la hora de una relación? Y en el caso de los hombres ¿estamos listos para compartir nuestras vidas con mujeres que no se arreglen para verse bonitas, que en ocasiones tengan mejores empleos que nosotros, que expresen su sexualidad con la misma libertad que nosotros lo hacemos, y que tomen la iniciativa para iniciar, consumar o terminar una relación? No hay nada de malo en que esto nos asuste, pero si decidimos tomar la píldora roja –como en la memorable escena de The Matrix–, más vale que estemos dispuestos a asumir las consecuencias de nuestros deseos. Personalmente, pienso que el patriarcado también nos oprime a los hombres (ya escribí antes sobre esto), y desde mi propia experiencia, sé que otro mundo es posible. De lo contrario, la profecía lanzada por Lacan a los estudiantes de 1968 se cumplirá, y nuestra perspectiva de género quedará limitada a un patriarcado con rostro humano, donde el amo (el caballero) sea bueno con su posesión (la dama), sin perder de vista que, como dijo Pierre Borudieu en "La dominación masculina", los dominadores se encuentran dominados por su propia dominación.

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