Cuando
me presentaron contigo me hablaron maravillas sobre ti, y cuando empecé, según
yo, a conocerte, no tardé en enamorarme. Aunque la palabra amor ya no me gusta,
porque puede significar todo y nada a la vez, y porque es tan ambigua como tú. Hace
algunos años estaba seguro de conocerte, pero hoy ya no sé quién eres. Ya no sé
si eres una utopía inalcanzable que debo seguir hasta la muerte, o una quimera
que simplemente se metió en mis entrañas para atormentarme, para exigirme una
entrega a la que simplemente no puedo corresponder. Ya no sé si eres real, o si
solo eres producto de mi imaginación, o la encarnación de un símbolo que
representa mis deseos más profundos. Ya no sé, y quizá en el fondo no quiero
saber, porque si descubro que no eres ninguna de esas cosas, mi mundo completo
habría de venirse abajo.
Me
dijeron que a tu lado encontraría la felicidad, que no me faltaría nada, pues
nunca te dejas ganar en generosidad. Me prometieron que a tu lado sería capaz
de conquistar el mundo, de llegar a la cima, de meter el mar en un agujero
hecho en la arena de la playa, de vivir para siempre… Unos me decían que no
tenía que hacer nada para obtener todo eso, pues tu bondad y tu belleza eran
tan grandes que solo bastaba dejarme querer y creer que me amabas. Otros me
dijeron que, por el contrario, tenía que esforzarme, pues es lo mínimo que
podía hacer para corresponder en todo lo que tú hacías a diario por mí. Todos
coincidieron en que habías tenido que sufrir mucho por mí, y que por lo tanto,
no corresponder a tanto amor y sacrificio era un acto de maldad imperdonable,
que me haría merecedor de la peor de las muertes, y de un castigo que nunca
terminaría.
Pero
tú no decías nada, o al menos nada que yo pudiera escuchar. Tu silencio me
resultó incomprensible por años, hasta que me di cuenta de que esa persona a
quien creía conocer y amar no era sino un muñeco de ventrílocuo, que cualquiera
podía hacerla decir lo que quisiera. Entonces resultó que no eras tú quien me
hablaba, sino los otros. Amante y ser amado, juez, víctima y verdugo,
cualquiera que fuera tu voz, no venía de ti, aún y cuando tus labios se movían
y tu tono parecía inconfundible. Todas las cartas que me enviaste, resultó que
tampoco las escribiste tú, es más, ni siquiera sé quien lo hizo ¿acaso las cosas que dijiste simplemente se pronunciaron a sí mismas? Como un espejo puesto frente a otro, así de vacías se volvieron tus palabras.
Entonces
te quise destruir, y repetí como mantra día y noche que no existías. Lo hice con
la misma devoción que había aprendido a repetir tus palabras y a hablar contigo
todas las noches. Pero ¿Cómo podía destruirte si no eras real? ¿Cómo se puede matar
a un fantasma? Ese “no existes” no expresaba solo la desesperación de sentir que
el mundo entero me había engañado, sino que también te reclamaba porque no habías
cumplido la más grande de tus promesas, que siempre estarías conmigo, hasta el fin
del mundo. Sí, te reclamaba por algo que sabía que nunca prometiste, por palabras
que otros habían puesto en tu boca. Y entonces me volví contra el mundo que me había
enseñado a amarte y a dejarme amar por ti, pues también me habían dicho que si bebía
del agua que tú me darías nunca más tendría sed, pero resultó ser al revés, una
vez que bebí de esa copa, que hoy sé que tu nunca llenaste, se despertó en mi una
sed insaciable, que me hacía volver a tu lado una y otra vez, pues el mundo me aterraba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario