Es domingo por la mañana. Tomé café y
comí algunas nueces y almendras. No tengo mucha hambre. Anoche salí con mi exnovia
de la prepa. Dentro de no mucho tiempo habremos cumplido 15 años de conocernos.
En un par de semanas iremos a un concierto. Quisiera pensar que es una amistad
que he sabido cuidar.
Mi hermano y mi mamá
platican en la cocina. Hablan sobre gente que cruza a Estados Unidos
ilegalmente, y cómo ese proceso es más difícil para los centroamericanos. Mientras,
de fondo, suena música de trío. Yo platico por whatsapp con Pahola sobre las próximas
entrevistas de mi investigación en curso, y sobre sus clases de historiografía
en la Ibero. La sala está oscura, entra poca luz. Apenas se ilumina el cuadro
de un paisaje, pintado sobre terciopelo negro por mi papá hace unos 40 años. Hay
otro cuadro, iluminado por la luz de la cocina y el comedor. Es un Ecce Homo, pintado
también sobre terciopelo. En su conjunto, ambas imágenes transmiten un
poco del pasado de mi familia, un pasado que se ha ido para siempre, pero que de pronto irrumpe por medio de recuerdos, de objetos, de algunas pláticas.
Entre muebles,
cuadros viejos, pláticas sobre la frontera, historias de las religiones y un
aire fresco que anuncia la llegada del otoño, paso la mañana de este domingo,
un día que por muchos años estuvo consagrado a ir a misa, y luego, a reunirme
con otros jóvenes católicos. No estoy seguro de estar en casa, porque ya no se parece tanto a la casa que recuerdo, pero al menos,
hay un acto de hospitalidad de mi familia de recibirme acá, luego de 3 años de
ausencia. Mientras, esperamos la próxima estación del año, la que solemos
asociar con la vejez, la nostalgia y la melancolía. Entonces recuerdo algo que
hace unos días le dije a alguien: para mí, siempre es otoño. Tal vez por eso
terminé siendo historiador…
No hay comentarios:
Publicar un comentario