La violencia,
aparentemente étnico-religiosa de los últimos días en un país que
solemos tomar como modelo de civilización, Francia, no sólo ha
movilizado la opinión pública internacional en nuevas direcciones
(hace un mes Ayotzinapa resonaba en todo el mundo), sino que ha
generado, por lo menos tres posicionamientos explicativos que, por sí
solos, brindan una visión sumamente sesgada e ideológica (uso el
término ideología en el sentido marxista de la palabra: una falsa
consciencia, o una consciencia invertida) del asunto.
La primera es la condena
absoluta de un ataque perpetrado por “los musulmanes”. Es la
respuesta que le da la razón a los fundamentalistas
asumiendo que existe una suerte de esencia perversa en el Corán, y
que todo musulmán de verdad es un sujeto potencialmente violento,
con el que no es posible coexistir civilizadamente. Y la solución es
una respuesta política muy clara: frenar la migración hacia Europa,
cuya cultura pacífica está siendo amenazada por un intruso externo
y violento. Y no, esta visión no es necesariamente “racista”,
pues no caracteriza al otro a partir de un genotipo racial y físico,
y está presente en ciertos sectores de la izquierda liberal pero
también en la jacobina; es una forma de relacionarnos con un otro
religioso o cultural que asume que sólo nosotros, los occidentales
(cualesquier cosa que esto signifique), tenemos historia y nos hemos
“humanizado” conforme pasa el tiempo, mientras que los otros sólo
tienen esencia, estructuras inamovibles e inmutables ante el paso de los siglos, que los hacen incapaces de asimilar nociones modernas tales
como la secularización de la sociedad, la laicidad del Estado o los
derechos humanos. Y esta manera de relacionarnos con el otro
atraviesa nacionalidades, clases sociales, e incluso posicionamientos
políticos. “El musulmán” es aquí el chivo expiatorio, el
sujeto incómodo que, si lo eliminamos, al menos de nuestro espacio,
occidente, y lo dejamos libre en el medio oriente para que se maten
entre sí, se llevará consigo los males y los problemas que nos
aquejan.
El segundo es el de la
corrección política. El ofensivo mal gusto de los caricaturistas,
que insulta a musulmanes, judíos y cristianos por igual no puede
sino sembrar odio que, en última instancia, estalló con una forma
terrorista. Aquí nos encontramos parcialmente con el discurso
posmoderno multicultural: hay que mantener la distancia suficiente
con el otro, es decir, tolerarlo, para evitar más violencia. Los
musulmanes son violentos, raros, incivilizados y hasta apestosos (por
aquello del Ramadán), pero no es correcto decir nuestra opinión en
público, no sea que estos bárbaros se vayan a molestar y nos
disparen o secuestren nuestros aviones. En el fondo no es tan
distinto del anterior, pero en vez de deshumanizar a las víctimas
convirtiéndolas en héroes de la libertad de expresión, santos
modernos con sus propias hagiografías, lo hace culpándolas de su propia
desgracia: ellos se lo buscaron por no tolerar la esencia bárbara
del otro. Aquí el chivo expiatorio no es “el musulmán”, sino
“el intolerante”, al que no hay necesidad de eliminar, porque “el
musulmán” ya hizo el trabajo sucio.
El tercero es el de la
lucha anti-colonial y anti-imperialista. Antes que musulmanes, los
asesinos de periodistas son argelinos, son miembros de un pueblo que
fue colonizado por Francia y sometido por un largo tiempo, a quienes
la independencia les costó miles de vidas, y cuya rebelión, al
igual que en casos como el de Irán, no pudo sino tomar un cariz
religioso. Esta visión tiene el mérito de arrojar luz sobre
aspectos casi invisibles del conflicto, uno de ellos, el hecho de que
el paladín de la libre expresión y la sátira se burla, no de los
poderosos, sino de aquellos que su país colonizó y sigue tratando
como inferiores e incivilizados; “raciscmo”, “clasismo” y
“colonialismo”, quizá inconscientes, en el corazón de la
izquierda de un país que parió la primera revolución ecuménica y
los derechos humanos modernos. El riesgo con esta perspectiva es que,
al lanzar la crítica post-mortem hacia Charlie Hebdo, bien puede, al
igual que quienes abogan por la corrección política, terminar
culpando a las víctimas de su desgracia; aunque tampoco lo dirán en
voz alta, no deberíamos de asumir que los asesinaron por racistas y
colonialistas.
El reto ante una
tragedia de este tipo es, en primer lugar, la solidaridad y empatía
con las víctimas. Y aquí el mayor obstáculo es que nuestra
reacción espontánea ante muchas desgracias es de culparlas (en México nos pasó en el 68 y con Ayotzinapa: los
mataron por revoltosos, por comunistas, etc; y lo dijimos en el 9-11:
atacaron a los gringos por imperialistas, se lo merecían...), porque
por alguna razón, asumimos que sólo una víctima inocente e
inmaculada no merece morir de forma violenta, y la mínima mancha en
su ética o moral la hace merecedora de un asesinato de este tipo.
No, militar en una organización de izquierda radical no hace que los
estudiantes del 68 o de Ayotzinapa merezcan ser asesinados
brutalmente y calcinados, y ser un caricaturista de mal gusto
e “islamófobo”, aún cuando se sea un pequeño burgués, blanco
y ciudadano de un país colonialista, de ninguna manera debería
implicar un riesgo de muerte; y no, censurar este tipo de prensa
tampoco es la solución.
Pero así como somos
solidarios con estas víctimas humanas, y por lo tanto, imperfectas,
no inocentes, deberíamos serlo con todas las demás, y no
olvidar el carácter histórico de la violencia que vivimos,
aparentemente, de unos años para acá. Así como es trágico el
asesinato de estos periodistas franceses, es igual de trágica la
muerte de miles de personas en los conflictos vinculados a la llamada
“primavera árabe” en Egipto y Siria, que no se explica sin la
relación de carácter colonial e imperial que algunos países
europeos establecieron con el Medio Oriente, en especial después de
la Gran Guerra. La vida humana no debería poseer un valor
diferenciado a partir de la nacionalidad (o el “nivel de
civilización”) de las víctimas; el problema es que la violencia
que inesperadamente azota a las ex-metrópolis, en las ex-colonias es
el pan de cada día, y eso no suele perturbarnos en lo más mínimo,
a menos que esa violencia sea ejercida por una etnia indeseable para
occidente (aquí me refiero al escándalo que para muchos nos causó
el ataque israelí en Palestina, pero la indiferencia que hemos
mostrado ante la guerra civil en Siria).
Uno de los asuntos más
paradójicos sobre la violencia de la modernidad la encontramos en el
lugar sagrado para las tres religiones monoteístas: Jerusalén.
Durante el tiempo en que esta ciudad estuvo bajo el control del
imperio otomano, el último gran imperio islámico, musulmanes, judíos
y cristianos podían visitarla y coexistían sin grandes altercados
en la zona. Este nivel de “tolerancia” religiosa no ha sido
alcanzado desde entonces, ni cuando Palestina estuvo bajo el control
del imperio británico, ni desde la creación de Israel, un estado
democrático y secular. Estos “datos históricos” deberían cuestionarnos, no para asumir que todo tiempo pasado fue mejor, sino
para ser capaces de ver, en el corazón de nuestra propia cultura,
aquellos aspectos fundamentalistas, violentos y monstruosos que
rápidamente podemos identificar en la religión y la cultura del
otro. Después de todo, la inocencia no debería de ser un parámetro
para evaluar si merecemos o no ser asesinados, porque si lo fuera,
ninguno de nosotros, por más civilizados que nos sintamos, merecería
vivir.
Tal vez en este sentido,
efectivamente, todos somos Charlie, no porque seamos héroes de la
libertad de expresión, sino porque a pesar de nuestra violencia
verbal y/o escrita, burla o indiferencia no hacia los poderosos, sino
hacia esos “otros” indeseables que quisiéramos mantener lejos de
“nosotros”, somos humanos, y sólo por eso, tenemos derecho a
vivir.
Además, habría que
poner atención a las críticas de gente como Julian Assange y
preguntar ¿El atentado pudo ser prevenido? Y no me refiero a que
Charlie Hebdo hubiera sido “menos ofensivo” con la comunidad
musulmana, sino a que el Estado, con todos sus servicios de
inteligencia, que sabemos que comúnmente utiliza para espiar a sus
ciudadanos, hubiera podido prevenir el ataque. Y sobre todo,
preguntarnos ¿a quién le convienen estos atentados? ¿quien sacará
provecho de ello? Y es posible que la lista sea mucho más amplia que
los grupos fundamentalistas islámicos, basta con recordar que el
antisemitismo occidental de los siglos pasados (y que de pronto
re-surge donde menos esperamos) no se basaba únicamente en mentiras,
pues fueron individuos pertenecientes a la etnia judía
quienes asesinaron a miembros de los gobiernos, la iglesia y la
nobleza de Rusia y Alemania (incluso fue un judío quien comandó al
ejército rojo durante la revolución rusa). Y la razón es muy
simple, esta “minoría” había sido excluida y violentada por las
mayorías cristianas durante siglos, siendo comprensible que muchos
de sus miembros militaran en organizaciones que buscaban el
establecimiento de un orden social menos excluyente.
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