El 2 de octubre no se olvida, pero se
transfigura. No somos un país sin memoria, al contrario, hay acontecimientos
que conmemoramos de manera casi compulsiva, aunque terminemos atribuyéndole
significados completamente ajenos a los que tuvieron para quienes los vivieron.
Así convertimos a la revuelta de un cura criollo del Bajío en el inicio de la
independencia de un país que entonces no existía, la toma de un colegio militar
en un acto de heroísmo y de abnegación por “la patria”, y los escritos de un
descendiente de la realeza mexica hispanizado han servido para fijar la fecha
de una aparición milagrosa de la cual las autoridades eclesiásticas
contemporáneas nunca dieron testimonio (pero si se mostraron hostiles ante los
primeros cultos “guadalupanos”), y para canonizar a un supuesto indio,
retratado con aspecto español y del que ni siquiera disponemos de información
histórica precisa sobre su existencia. Porque como ocurre con la memoria
individual, los recuerdos son imprecisos, cargados de emociones, en ocasiones
traumáticos, y casi siempre nos hablan más del momento en el que recordamos que
de los acontecimientos que nuestra memoria trae al presente.
A veces una distancia enorme nos
separa de los acontecimientos recordados, y entonces hay que inventar continuidades
entre ese pasado y nuestro presente, como en los casos que acabo de mencionar.
Pero otras veces son situaciones tan próximas que es indispensable trazar una
separación entre ellos y nosotros, como cuando un familiar acaba de fallecer, y
aunque lo extrañamos, su posible retorno como un fantasma nos aterroriza aún
más que su ausencia. El 2 de octubre es más o menos así; aunque “se dice” que
recordar es vivir, la mayoría recordamos esta fecha, pero nadie quisiera volver
a vivirla. La muerte, la violencia y la represión, indudablemente han quedado
inscritos en la memoria y los cuerpos de una generación de mexicanos, que se ha
encargado de que esto no se olvide; el trauma no debe ser reprimido, sino que
debe sanar, y solo sanará cuando los daños sean reparados.
Pero la necesidad de imponer distancia entre ese pasado y nuestro presente
responde a todo, menos a la objetividad propia del historiador. Las formas en
las que éste acontecimiento traumático es recordado se encuentra también lleno de
olvidos, y aclaro, no es mi intención llegar al lugar común de que la “falta de
memoria” es la causa de que el PRI haya regresado. Uno de los principales
olvidos es que se trató de un movimiento social que no fue engendrado por “el
pueblo”, el máximo héroe de la historia patria y nacionalista. No, es muy
probable que estos jóvenes universitarios, aún y cuando se movilizaron en masa,
no representaban los intereses de las mayorías, tal vez ni siquiera de las
clases medias urbanas. No fueron héroes, sino revoltosos, y más aún, eran
“marxistas”. Esto le dio al Estado la coartada perfecta para operar de la
manera en la que lo hizo, con la tesis de que quienes los estaban agitando eran
agentes de propaganda soviéticos, que buscaban por medio de una conspiración,
hacer una revolución en México y destruir el orden vigente. He conocido a
varios priistas, y uno que otro panista reaccionario que sostienen esta idea,
que coloca a la represión como el menor de los males.
La prensa y los medios de comunicación jugaron un papel fundamental legitimando
la violencia de Estado, en especial por el riesgo que existía de que las
olimpiadas fueran saboteadas. El estudiante rojillo, formado por el mismo
régimen que decía fundarse en la revolución y en la justicia social, se
convirtió en el intruso que rompía con el orden, y había que sacrificarle. Las
iglesias, en su mayoría guardaron silencio, pues los comunistas buscaban
destruir al cristianismo. Los estudiantes en muchos sentidos se quedaron solos…
Pero ahora que están muertos, hay que recordarlos, pero así, como muertos, como
hombres y mujeres pertenecientes a otra época, a otro contexto; los héroes
funcionan bien en el discurso, pero en el presente son lastres. Por eso muchos
recuerdan con heroísmo a los manifestantes del pasado, pero se quejan de los
del tiempo presente, porque los muertos, si están muertos, sabemos que no
pueden regresar, y eso nos tranquiliza, pero los vivos, esos sí pueden poner
nuestro mundo de cabeza.
Hoy tenemos movilizaciones en muchas partes, y espero equivocarme, pero veo
difícil que este día termine en saldo blanco. Los tiempos han cambiado, sí,
pero hay prácticas como la represión, o creencias como pensar que el gobierno
manda y el “pueblo” obedece, y que para que esto suceda, es legítimo utilizar
la violencia, se mantienen arraigadas. “Recuérdenlos todo lo que quieran, pero
no se les ocurra imitarlos” es un mensaje que coexiste con “recordémoslos
luchando”… Con el regreso del PRI parece que se abrieron varias tumbas, y
espíritus que creíamos muertos andan deambulando por las calles, por las aulas,
e incluso por lugares antes inexistentes, como las redes sociales, y el
fantasma que grita por justicia, y que desnuda la forma obscena en que nuestro
país es gobernado, acompaña a muchos de los nuevos disidentes.
Más allá de este día y de lo que pueda suceder, seguiremos
trayendo el 2 de octubre a la memoria. Algunos lo harán para reclamarle al
gobierno por su tibieza a la hora de usar la fuerza pública contra los
manifestantes, otros para tener un ejemplo a seguir, y otros más para llenar
algunos minutos en el noticiero, o para platicar cuando visiten la plaza de
Tlatelolco. Para muchos de nosotros, se trata de un trauma profundo, de un
acontecimiento que rompió las coordenadas simbólicas desde las que muchos
mexicanos pensaban su realidad, y que exhibió la crudeza de un régimen en el
que el orden y el respeto a la autoridad han sido más importantes que la
justicia o la vida humana, y ante el que solo la indiferencia nos permite
seguir con nuestras vidas, y hacer “como si no hubiera pasado”.
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