El silencio casi siempre dice
mucho. En ocasiones es el mayor pronunciamiento de indiferencia, conformidad,
respaldo y sumisión que podemos externar. Otras veces es la única acción que
podemos realizar cuando nos encontramos ante experiencias que simplemente no
pueden ser contenidas en el lenguaje. Aquí aplica la frade de Wittgenstein: “De
lo que no podemos hablar es mejor callar”.
Otras veces simplemente el “no
hablar”, “no escribir”, “no decir” es porque así como hay momentos para
expresar, inclusive para gritar, también los hay para callar. Ese ha sido mi
caso en las últimas semanas; por alguna razón, pese a todo el cúmulo de
experiencias y conocimientos de mi último año, simplemente me han salido pocas
palabras, especialmente escritas. Ni sobre mi tesis, mis lecturas, viajes,
deseos, mociones. Debo reconocer que extraño la soledad y el silencio de los
EE.EE, aunque estoy consciente de que no son terapia individual ni grupal (aunque
sé que muchos así los toman, igual y les es de provecho). Pero mi relativa
preocupación va en direcciones que oscilan entre el pragmatismo académico
(textos que terminar) y una mística contemplativa que para mi gusto raya en la
inutilidad si se prolonga demasiado.
La muerte de la abuela, el
velorio, el sepulcro y los novenarios, la muerte, la vida y las ideas
soteriológicas con las que llevo años peleando en lo más profundo de mi cabeza.
Los afectos que se reordenan y desordenan, comunidades frágiles y líquidas, un
deseo profundo de servir y horas de discernimiento pendiente que habrán de posponerse
hasta que las condiciones materiales deban cambiar. Es con esa intuición
aprendida recientemente de no instalarme cómodamente en ningún lugar que he reconocido
el sentido del peregrinaje, pues aún siendo capaces de ubicar lo sagrado o lo
numinoso en un sitio específico no es correcto quedarnos a vivir en éste, pues
nuestro hogar muchas veces está en el mundo y al mismo tiempo en ningún lugar
específico.
Lo difícil en ocasiones es romper
con el silencio, más cuando aparentemente no se tiene nada que decir. Es por
eso que escribo en esta ocasión, para convencerme a mí mismo que llego la hora
de romper ese silencio que al principio es necesario, pero termina volviéndose una
manera cómoda de evadir aquello que nos toca hacer. Ya habrá tiempo de caminar
en otras direcciones, y nuevos sitios a los cuales regresar cíclicamente para
descansar.
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